Causas De La Guerra De España.
VIII. CATALUÑA EN LA GUERRA
Manuel Azaña
El papel de Cataluña durante la guerra ha sido de
importancia capital, en todos los órdenes.
Si en tiempo de paz,
ya desde la monarquía, las cuestiones políticas y económicas de
Cataluña estaban siempre en el primer plano de las preocupaciones del Gobierno
español y de la opinión, el hecho de la guerra acreció enormemente el peso relativo
de aquella región en los destinos de la República.
Ocupada gran parte del territorio nacional por las fuerzas enemigas, Cataluña era, entre las provincias donde subsistía el régimen republicano, la más rica, la más abundante en recursos de todo género.
En Cataluña estaba el mayor número de establecimientos industriales que podían utilizarse para la guerra.
Ocupada gran parte del territorio nacional por las fuerzas enemigas, Cataluña era, entre las provincias donde subsistía el régimen republicano, la más rica, la más abundante en recursos de todo género.
En Cataluña estaba el mayor número de establecimientos industriales que podían utilizarse para la guerra.
Barcelona es el puerto español más importante del Mediterráneo.
Cataluña cubre la única frontera terrestre con Europa que le quedaba a la
República.
Alimentaba a una población numerosa, laboriosa,
habituada a vivir bien, profundamente trabajada por las agitaciones políticas y
sociales.
Dotada de un régimen propio y de un gobierno
autónomo, lo que ocurriese en Cataluña y la dirección que diese a su esfuerzo
habrían de tener, y han tenido realmente, un efecto decisivo en la política
general de la República y en la guerra.
La posición fronteriza de Cataluña y la potente
irradiación de Barcelona, influían notablemente en el aprecio que desde el
exterior se hiciera de los asuntos de España.
Todo contribuía, pues, a hacer de Cataluña, en el orden militar,un objetivo de primer orden. En ciertos aspectos, el objetivo principal.
Todo contribuía, pues, a hacer de Cataluña, en el orden militar,un objetivo de primer orden. En ciertos aspectos, el objetivo principal.
La resistencia de la República se apoyaba en Madrid
y en Cataluña.
Perderse cualquiera de los dos, en los primeros
meses del conflicto,habría puesto fin a la campaña.
No así más
adelante. Recuerdo haber leído, en la primavera de 1938, un rapport del
Estado Mayor, en el que, examinando la situación resultante de la llegada del
ejército enemigo a la costa del Mediterráneo, se afirma que, perderse Madrid,
Valencia y toda la zona centro-sur de la península, no significaría haber
perdido la guerra, porque desde Cataluña podía emprenderse la reconquista de toda
España.
Rebájese cuanto pueda haber de hiperbólico en esa proposición. La recíproca es cierta: perdiéndose Cataluña, no habría ya nada que hacer en el resto de España. No hay ninguna exageración en la importancia atribuida a Cataluña en el curso de la guerra.
Rebájese cuanto pueda haber de hiperbólico en esa proposición. La recíproca es cierta: perdiéndose Cataluña, no habría ya nada que hacer en el resto de España. No hay ninguna exageración en la importancia atribuida a Cataluña en el curso de la guerra.
La opinión pública española —adicta o adversa a la República— lo
comprendía muy bien.
La opinión extranjera, bien o mal informada, lo
presentía, y ha prestado atención preferente a Barcelona.
Por su parte, los grupos políticos y las
organizaciones sindicales que, de una manera o de otra, asumieron la
dirección de los asuntos públicos en Cataluña, desde julio de 1936, hacían
todo lo necesario (y bastante más de lo necesario), para aumentar
temerariamente la importancia de la región en los problemas de la
guerra.
No puede negarse que lo consiguieron, por acción y por omisión.
Por acción,
atribuyéndose funciones, incluso en el orden
militar, que en modo alguno les correspondían; por omisión, escatimando
la cooperación con el gobierno de la República.
Después que, a consecuencia del alzamiento, y aprovechándose de la confusión, los poderes públicos de Cataluña se salieron de su cauce, se produjo la reacción necesaria por parte del Estado, que se había visto desalojado casi por completo de aquella región.
Los que oficialmente representaban la opinión catalana, solían decir que Cataluña y su gobierno eran vejados y atropellados por el gobierno de la República, que les arrebataba no solamente las situaciones de hecho conquistadas desde el comienzo de la guerra, sino las facultades que legalmente les confería el régimen autonómico.
Después que, a consecuencia del alzamiento, y aprovechándose de la confusión, los poderes públicos de Cataluña se salieron de su cauce, se produjo la reacción necesaria por parte del Estado, que se había visto desalojado casi por completo de aquella región.
Los que oficialmente representaban la opinión catalana, solían decir que Cataluña y su gobierno eran vejados y atropellados por el gobierno de la República, que les arrebataba no solamente las situaciones de hecho conquistadas desde el comienzo de la guerra, sino las facultades que legalmente les confería el régimen autonómico.
Miraban en el ejército de la República,
reorganizado en Cataluña desde que en mayo del 37 el Estado recuperó en la
región el mando militar, «un ejército de ocupación».
Consideraban perdida la
autonomía y menospreciada la aportación de Cataluña a la defensa de la
República.
En las esferas oficiales del Estado la convicción dominante era que la conducta del gobierno de Cataluña, más atento a las ambiciones políticas locales del nacionalismo catalán, y sometido, de mejor o peor gana, a la influencia omnímoda de los sindicatos, estorbaba gravísimamente la función del poder central.
En las esferas oficiales del Estado la convicción dominante era que la conducta del gobierno de Cataluña, más atento a las ambiciones políticas locales del nacionalismo catalán, y sometido, de mejor o peor gana, a la influencia omnímoda de los sindicatos, estorbaba gravísimamente la función del poder central.
Este
conflicto, causa de desconcierto y debilidad en la conducta de la
guerra, pasó por varias fases, desde la insubordinación plena en el segundo
semestre de 1936, hasta el sometimiento impuesto autoritariamente en 1938.
Nunca se resolvió con entera satisfacción de nadie, e influyó perniciosamente hasta
el último momento.
Trataré de resumir el origen y las consecuencias de
tal situación.Por lo menos desde principio del siglo, el nombre
de Cataluña venía asociado, en las cuestiones de política
general española, a dos problemas: el del nacionalismo catalán y el del
sindicalismo anarquista y revolucionario.
El primero era un problema específico
de la región, y provenía de la expansión creciente del sentimiento
particularista de los catalanes.
Renacimiento literario de su lengua,
restauración erudita de los valores históricos de la antigua Cataluña, apego
sentimental a los usos y leyes propios del país, prosperidad de la industria, y
cierta altanería resultante de la riqueza, al compararse con otras partes de España,
mucho más pobres, oposición y protesta contra el Estado y los malos gobiernos,
sobre todo después de la guerra con los Estados Unidos en 1898; todos estos
componentes, amasados con la profunda convicción que los catalanes tienen del
valor eminente de su pueblo (algunos hablaban de su raza), y de ser distintos,
cuando no contrarios de los demás españoles, concurrieron a formar una poderosa
corriente contra el unitarismo asimilista del Estado español.
El catalanismo, desde el comienzo de sus
actividades políticas, contó con uno o más partidos «republicanos
nacionalistas». Pero la fuerza catalanista más importante estuvo representada,
hasta el advenimiento de la República, por un partido (o Liga), profundamente
burgués y conservador. Este partido colaboró en algunos ministerios de la
monarquía y les arrancó la concesión de una autonomía administrativa para
Cataluña.
Es obvio que el sindicalismo revolucionario de la
Confederación Nacional del Trabajo (CNT), no puede ser
considerado como un movimiento específico catalán.
La asociación de las
actividades de aquella sindical con las cuestiones políticas de
Cataluña proviene que en Barcelona residía el organismo director de la CNT; en
Cataluña estaban sus masas más numerosas, sus hombres más conocidos; de Barcelona
partían las consignas para toda España; en Cataluña desencadenó la CNT algunos
de sus movimientos más alarmantes.
La CNT, que incluía en su organización a la
Federación Anarquista Ibérica, no tenía apenas contrapeso en el movimiento
obrero de Cataluña. El Partido Socialista Español (SEIO), carecía de importancia
en la región.
Los sindicatos de dirección socialista, agrupados
en la Unión General de Trabajadores (UGT), eran pocos, relativamente a los de
la CNT. Y en más de una ocasión, la acción sindical de la CNT, que repercutía
en toda España, estuvo determinada por cuestiones propias de Cataluña, por su situación
política o social. En los últimos años de la monarquía constitucional, antes de
la dictadura de Primo de Rivera, Barcelona, una de las ciudades más amenas y
alegres de España, ganó una reputación siniestra. Los pistoleros del «Sindicato
Único» asesinaban patronos.
El general Martínez Anido, gobernador de Barcelona,
organizó unsindicato, llamado «libre», cuyos pistoleros, en
represalias ordenadas por el gobernador, asesinaban a los del «Único», y a
gentes que no pertenecían a él.
Los muertos de ambos bandos se contaron por centenares.
Desde entonces, la capacidad de invención de la barbarie parecía agotada.
Producido el alzamiento de julio del 36, nacionalismo
y sindicalismo, en una acción muy confusa, pero convergente, usurparon todas
las funciones del Estado en Cataluña. No sería justo decir que secundaban un
movimiento general. Pusieron en ejecución una iniciativa propia. El
levantamiento de la guarnición de Barcelona fue vencido el 20 de julio. La
Guardia Civil, manteniéndose fiel a la República y al gobierno autónomo catalán
(que tenía entonces a su cargo los servicios de orden público), decidió la
jornada.
Las demás guarniciones de Cataluña que secundaban
el movimiento, volvieron a sus cuarteles y depusieron las armas.
Este triunfo
rápido, la percepción de la importancia que Cataluña cobraba para la decisión
de la guerra, las dificultades inextricables que embarazaban al gobierno
central, desataron la ambición política del nacionalismo y le decidieron a ensanchar,
sin límite conocido, su dominio en la gobernación de Cataluña.
Desde que se instauró la República, el gobierno de
Cataluña estaba en manos de un partido republicano llamado de «izquierda catalana».
Este partido surgió casi de improviso en las elecciones de 1931, y obtuvo un triunfo fantástico. En toda
España se votó entonces contra la dictadura militar, contra la monarquía y
por la República, en Cataluña se votó por o contra los mismos objetivos, y
además, por catalanismo.
Es digno de recordarse que, en 1923,
al sublevarse el general Primo de Rivera, contaba con el apoyo de
algunos importantes personajes del
catalanismo burgués y conservador.No tardaron en conocer su error y en
arrepentirse de él.
La política de Primo de Rivera fue tenazmente
anticatalanista, lo que para los nacionalistas significaba sencillamente
anticatalana. Primo de Rivera se jactó siempre de que había conseguido suprimir
el «problema catalán». Hay motivos para creer que lo enconó.
El caso es que en
las elecciones de 1931, el catalanismo lastimado tomó el desquite, y los
republicanos catalanes de izquierda fueron, sin excepción, nacionalistas.
Con ocasión de la guerra, los catalanistas de la
derecha han repetido aquel error, pero en gran escala.Su oposición a la
República ha podido más que su catalanismo.Se abstuvieron de colaborar en la
elaboración y aprobación del régimen autonómico de Cataluña, que, de esa
manera, apareció ante la opinión catalana como una «conquista» de los republicanos
de izquierda.
En el alzamiento militar, los catalanistas conservadores se
pusieron decididamente al servicio de la que era entonces «Junta de Burgos». Su
cálculo era éste: nos aprovecharemos del movimiento para librarnos del peligro
comunista y de la revolución; después, nos desembarazaremos de los militares,
como nos desembarazamos de Primo de Rivera.
Personas que presumen de bien enteradas
aseguran que los autores de ese cálculo no tienen ahora motivo ninguno de estar
satisfechos.
Vencida la guarnición de Barcelona el 20 de julio,
y hallándose libre de los estragos de la guerra todo el
territorio catalán (las columnas de milicianos barceloneses penetraron hasta
las cercanías de Zaragoza), se creyó sin duda que se había logrado todo, y que
era el gran momento para hacer política.
Nacionalismo y sindicalismo se aprestaron a recoger
una gran cosecha.
Es difícil analizar hasta qué punto coincidían y desde qué
punto diferían en su acción el uno y el otro. La táctica de hacer cara al
gobierno de la República y de sustraerse a su obediencia les era común. En todo
lo demás, tenían que entrar en conflicto, a no ser que el gobierno catalán se
sometiera mansamente a los sindicatos.
El gobierno catalán desconoció la preeminencia del Estado y la demolió a fuerza de «incautaciones», pero dentro de Cataluña estaba sufriendo, a su vez, una terrible crisis de autoridad.
La invasión sindical, más fuerte en Cataluña que en ninguna otra parte, desbordó al gobierno autónomo. No pudiendo dominarla, aquel gobierno contemporizaba con ella, y hasta la utilizaba algunas veces para justificar o disculpar sus propias extralimitaciones.
Por ejemplo, el gobierno catalán se incautaba del Banco de España, para evitar que se incautase de él la FAI.
El gobierno catalán desconoció la preeminencia del Estado y la demolió a fuerza de «incautaciones», pero dentro de Cataluña estaba sufriendo, a su vez, una terrible crisis de autoridad.
La invasión sindical, más fuerte en Cataluña que en ninguna otra parte, desbordó al gobierno autónomo. No pudiendo dominarla, aquel gobierno contemporizaba con ella, y hasta la utilizaba algunas veces para justificar o disculpar sus propias extralimitaciones.
Por ejemplo, el gobierno catalán se incautaba del Banco de España, para evitar que se incautase de él la FAI.
Véanse ahora algunas de las situaciones de hecho
creadas enCataluña: todos los establecimientos militares de
Barcelona quedaron en poder de las «milicias antifascistas», controladas por
los sindicatos.
El gobierno catalán se apropió la fortaleza de Montjuich; con qué autoridad efectiva sobre
ella, es punto dudoso.
La policía de fronteras, las aduanas, los ferrocarriles,
y otros servicios de igual importancia fueron arrebatados al Estado.
La
Universidad de Barcelona se convirtió en «Universidad de Cataluña».
Hasta el teatro del Liceo,
propiedad de una empresa, se llamó Teatro Nacional de Cataluña.
(En él se representaban
zarzuelas madrileñas y óperas francesas o italianas.) El gobierno catalán
emitió unos billetes, manifiestamente ilegítimos, puesto que el privilegio de
emisión estaba reservado al Banco de España.
Los periódicos oficiosos de
Barcelona comentaron: «Ha sido creada la moneda catalana».
También aquel
gobierno publicó unos decretos organizando las fuerzas militares de Cataluña.
Los mismos periódicos dijeron: «Ha sido creado el ejército catalán».
Tales creaciones, y otras más (que no son un secreto, porque constan en las publicaciones oficiales del gobierno catalán y en la prensa de Barcelona respondían a la política de intimidación, que ya he mencionado.
Cuando esos avances del nacionalismo
iban siendo corregidos por el gobierno de la República, un
eminente político barcelonés, republicano, me decía apesadumbrado:
«Si hubiéramos ganado la guerra en tres meses, todas esas cosas
habrían sido otros tantos triunfos en nuestra mano».
Por su repercusión inmediata en la guerra, es
necesario recordar especialmente lo que se hizo en Cataluña, durante
ese período, en el
orden militar y en la industria.
El gobierno
autónomo instituyó inmediatamente un ministerio de la Guerra
(consejería de Defensa), para su región.
Al principio, estuvo al frente de
ese departamento, por lo menos en apariencia, un militar profesional. Más
tarde, ocupó el puesto un obrero tonelero. El ministro, o consejero, estaba
asistido por un Estado Mayor, formado en su mayoría por oficiales del ejército.
Asumieron la dirección de las fuerzas catalanas y
pretendieron organizarlas. Pocas en número, sin cuadros, sin
material, escasas demuniciones, continuaron divididas en columnas y en
divisiones según el color político de sus componentes.
En realidad, la Consejería
de Defensa fue un semillero de burócratas, un hogar de intrigas políticas. En diciembre
del 36, persona que tenía motivos para saberlo, me dijo que había 700
funcionarios para administrar unas fuerzas que en el papel no excedían de 40.000
hombres.
Rechazados fácilmente los primeros amagos de los milicianos sobre
Zaragoza; fracasada la expedición a Mallorca; concluidas por un descalabro
serio las operaciones sobre Huesca, todo el frente de Aragón, desde los
Pirineos hasta Teruel, cayó en absoluta inacción. Se había demostrado la
imposibilidad de constituir a fuerza de armas y por derecho de conquista, la
«gran Cataluña».
En marzo del 37, el diario de Barcelona, La Vanguardia, publicó
un artículo, en el que aparecía la palabra traición, a propósito de la
inactividad del frente. Me parece exagerado.
Tomar la iniciativa era imposible.
Pero es cierto que no se hacía casi nada para remediarlo, ni se levantaban las
fortificaciones necesarias para prevenirse siquiera contra una ofensiva, que, por
lo visto, parecía improbable.
En general, dominaba la creencia de que la guerra se decidiría
en otra parte, lejos de Cataluña. Sofocado en pocas horas, dentro del
territorio catalán, el alzamiento militar, y llevando sus fuerzas al interior
de las provincias limítrofes, a gran distancia de Barcelona, Cataluña había
ganado su guerra.
En el frente de Aragón no se retrocedía, en tanto que en los demás
teatros de operaciones se cosechaban desastres. Cataluña había cumplido lo que
le correspondía. Su hermosa tierra estaba libre de enemigos, y continuaría
estándolo. « ¡Que hagan en todas partes lo mismo, en vez de ir corriendo desde
Cádiz hasta Madrid!», decía un ministro catalán. Esta situación era, para
muchos, un mérito especial, y para casi todos, un argumento justificativo de la
política imperante en Barcelona.
En los tiempos de mayor desbarajuste, subyugado el
gobierno catalán por la CNT, pactó con los sindicatos un
decreto de militarización, concediendo en cambio que ciertas industrias serían
oficialmente colectivizadas. Hubo por entonces una crisis del gobierno catalán,
y en el curso de ella, alguien propuso que los partidos y las sindicales que estuviesen
representados en el nuevo gobierno, firmasen un papel comprometiéndose a
obedecerle. Este propósito no debió de alcanzar al decreto sobre el servicio
militar, que no se cumplió. No corrieron mejor suerte otros decretos de la
misma procedencia, y su incumplimiento no se debió en todos los casos a que los
sindicatos no los aceptasen. Eran a veces de imposible aplicación, o la opinión
general no los aceptaba.
La colectivización de industrias en Cataluña, que
se fundaba
originariamente en incautaciones de hecho (y en eso
consistía toda su fuerza), condujo inmediatamente a un callejón sin salida. La
tesorería de las empresas colectivizadas se agotó rápidamente. Carecían de medios
para adquirir en el extranjero primeras materias. Naturalmente, era imposible
llevar los productos manufacturados en Cataluña al territorio ocupado por el
enemigo, y muy difícil también distribuirlos por las otras provincias. Abrirse mercados nuevos en el
exterior no estaba al alcance de la buena voluntad. En ciertos ramos de la
industria, los artículos invendidos, por valor de muchos millones, abarrotaban
los depósitos. Al poco tiempo de «organizar» la producción en esa forma (sin
examinar ahora las demás condiciones en que se producía), un ministro catalán
pintaba la situación con muy negros colores: muchas fábricas tendrían que
cerrarse; doscientos mil obreros quedarían en paro forzoso... El gobierno
catalán aportaba fondos para el pago de los salarios, como si acudiese al
socorro de una calamidad pública. Un periódico barcelonés insertó este anuncio:
«Empresa colectivizada desea socio capitalista». No es verosímil que lo
encontrara.
El gobierno catalán venía a ser el socio capitalista de las
empresas a quienes necesitaba sostener, pero un socio para las pérdidas, nunca
para las ganancias, aun en el supuesto temerario de que las hubiese habido.
Exhausta su tesorería, el gobierno catalán se
volvía al gobierno de laRepública, para obtener su auxilio, mediante la
liquidación desuministros de material de guerra y de gastos
hechos por cuenta delEstado, y otros conceptos, que daban origen a
discusiones,compromisos y regateos muy penosos, con los que se
enredaban lascuestiones de política general, y cuya solución,
cuando parecía haberse encontrado alguna, dejaba descontentas a las dos partes.
Las industrias adaptadas a la producción de
material de guerra,estaban, en ciertos respectos, en otra situación:
teman un clienteseguro, el Estado; vendían a buen precio, todo lo
que fabricaban; elproblema consistía en que fabricasen más.
El
gobierno de la República pretendía justamente requisar con arreglo a las leyes
las fábricas de material de guerra, tratar directamente con ellas para los
encargos que necesitase, y asegurarse de su buen rendimiento en calidad y
cantidad.
Esta cuestión, que, en buena lógica, solamente
podía suscitar dificultades de orden administrativo y técnico, promovió desgraciadamente
un problema político de primera magnitud.
El gobierno de Cataluña se interponía entre la acción
del Estado y las
fábricas de material. Según su criterio, el Estado
debía tratar únicamente con el gobierno catalán, sin ninguna
intervención directa en el funcionamiento de las fábricas.
No es ahora posible
aquilatar en qué medida concurrían a sostener esa posición el gobierno catalán
y los sindicatos.
En cierta ocasión, el gobierno catalán suspendió o prohibió la
fabricación de un pedido contratado directamente por el gobierno de la
República; motivo: que la conducta sindical de la fábrica no había sido buena.
Una de las razones que el gobierno de la República dio para trasladarse de
Valencia a Barcelona, fue que desde Barcelona removería más fácilmente los obstáculos que se
le oponían.
El resultado no debió de ser muy lisonjero, porque en septiembre del
38 se decidió a militarizar, sometiéndolas al ministerio de la Guerra, las
fábricas de material. Los representantes de los partidos
catalanes y vascos en el gobierno de la República, dimitieron.
Se llegó a
una situación de grandísima violencia y gravedad, complicada por la
crisis interna de los partidos que sostenían al gobierno de la República,
llamado de «unión nacional», por graves faltas de tacto, y por violencias
innecesarias, como si cada cual se empeñase en perder la parte de razón que
tuviera.
Las consecuencias de este conflicto no salieron a
luz, porque sobrevino el desastre militar, y todo quedó sepultado bajo los
escombros.
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