lunes, 26 de diciembre de 2011

Alcalá Zamora, Presidente de la República, condena los extremos políticos.

«El Gobierno de la República, desde el primer instante de su advenimiento, ha querido comunicar con el país, enterándole de las noticias gratas y de los hechos adversos, de los motivos de satisfacción y de aquellos que hondamente le apenan»
El día de hoy, continuación de la jornada de ayer, el Gobierno lo lamenta, y está dispuesto a reprimir y a impedir la continuación de los sucesos. En la unanimidad esencial y completa del Gobierno, que representa diversas tendencias, no hay la menor diferenciación para condenar los hechos ocurridos; hoy, igual que los creyentes, los deploran, los condenan, los ministros que en la plena libertad espiritual que caracteriza y proclama este Gobierno tienen otra representación. Los hechos ocurridos hoy no son ni privativos de régimen republicano ni desconocidos en la Historia de España. Han tenido lugar bajo otras formas de Gobierno con mayor violencia, con otra intensidad, con repetición durante varios días y con excesos en las personas y en las cosas, de que se han visto libres los sucesos que han tenido lugar en el día de hoy en Madrid»
El Gobierno, que no ha perdido ni un momento la serenidad ni el dominio de los resortes que están a su alcance, aunque procurara sorprenderle el rumbo y la preparación de los acontecimientos, queda tranquilo de haber evitado días de luto, jornadas de sangre, aun cuando conserve el sentimiento de que en su batalla para defender el orden público no pudiera llegar con toda la eficacia de sus órdenes y de sus deseos a reprimir los excesos en propiedades, que todas son sagradas y que las atacadas lo son bajo otro aspecto que afecta a las creencias de muchas personas» El Gobierno afirma su inquebrantable propósito de utilizar para ello todos los resortes y los medios que la ley le dé y que están en su mano.
Con él no ampara un interés, no sirve una tendencia; defiende a la República y salva el interés nacional de España. En la culpa de lo ocurrido hay que destacar enemigos del régimen de una y otra tendencias. Hemos asistido al choque, que a veces es coincidencia y que en ciertas ocasiones, por absurdo que parezca, puede ser hasta alianza de enemigos que procuran flanquear a la República por la derecha y por la izquierda. Ha habido la torpe provocación de elementos monárquicos, que hicieron un cálculo aproximado, aunque deficiente, de toda la impopularidad de su significación y de toda la reacción que iban a provocar; ha habido también la temeridad de elementos extremistas, que queriendo desbordar la República en otra dirección, han aprovechado la indignación explicable y legítima del pueblo republicano, de la masa de los partidos republicanos y socialistas, para derivar la indignación por otros caminos.
El Gobierno, que sabe los inconvenientes de estar flanqueado por dos fuerzas enemigas, conoce también la táctica para seguir adelante y para desbaratar los planes de una y de otra. Más que la agresión de los adversarios monárquicos y de los adversarios extremistas, lamentaría la ofuscación de los elementos sincera y honradamente republicanos, que pueden perder la serenidad manejados por los unos o por los otros. A ellos y a los socialistas, de cuya disciplina estamos seguros, se dirigen para que no sirvan ninguna maniobra tortuosa, vuelvan al trabajo, vuelvan a la normalidad y deshagan el juego de cuantos son adversarios de la República.
»En esta significación, quiere decir el Gobierno que así como fue el honor del régimen mantenido desde el primer instante, prolongado hasta el día de ayer que la República surgió, era sin un tumulto, sin la agresión al derecho de nadie, sin el ataque a la significación de ninguno, con los comercios abiertos y con todos los ciudadanos en la calle. La tristeza para ella es que ese espectáculo se perturbe, y la resolución del Gobierno de que como en régimen de democracia la calle es de todos, y para ser de todos no puede ser de los alborotadores, y en nombre del país, quien tiene que asegurar el libre disfrute de cada uno es el propio Gobierno
El Gobierno, sin obedecer a presión alguna, desenvolviendo un plan perfectamente meditado antes de su constitución, ha ido adoptando y en el día de hoy ha tomado varios acuerdos que responden al ansia legítima de la verdadera opinión republicana del país. El Gobierno comprende toda la equivocación que ha podido inducir a la masa la maniobra intencional de ayer; el Gobierno se hace cargo de todo el daño que ha podido producir también la aquiescencia a aquellos hechos tristísimos de Huesca y de Jaca, que aún sangran en la conciencia del país, y ha tomado las determinaciones legitimas que satisfagan el verdadero espíritu republicano; la libertad que, con precipitación extraña, se concedió al general Berenguer, ha sido rectificada por medidas de gobierno, ingresando en Prisiones Militares en virtud de medidas legítimas y preparándose por el señor fiscal del Tribunal Supremo el ejercicio de acciones penales que desde hace varias semanas había empezado a redactarse y documentarse con la justificación necesaria contra todos los abusos de la Dictadura, sin olvidar ninguno de ellos, ni siquiera el atropello del Ateneo ni algún otro que en recientes despachos el celo del Gobierno y de sus subordinados descubrió como indicio de falsedad y de favoritismo en la obra del Gobierno; al propio tiempo, respondiendo a la significación que tiene el sentido de justicia civil, a la aspiración del país, el Gobierno ha decretado la unificación de fueros, reduciendo la justicia militar a los límites estrictos y disolviendo el Consejo Supremo de Guerra y Marina, que sobre no responder a una buena organización jurídica, no había sabido reflejar el sentimiento de la conciencia jurídica española; pero el Gobierno todas estas medidas las ha tomado y las toma dentro del cauce de la ley. Responsabilidades, sí; ante Tribunales de excepción, no; con toda la severidad de la ley restablecida, sí, con legislación de venganza retroactiva, no.
»El Gobierno quiere salvar la República y no quiere deshonrarla ni comprometerla con arbitrariedades que lleven el sello de la venganza y la marcha de la imprevisión.


»El hombre que habla al país se da cuenta de que por azares de la fortuna le acoge hoy y le ampara una popularidad máxima que no podía soñar. Pues bien: para merecerla tiene que comprometerla sirviendo su conciencia y no las voces de la populachería. Os he dicho y os repito que responsabilidades, sí; Tribunales de excepción, no; leyes preestablecidas, sí; venganza con efecto retroactivo, no, porque eso seria deshonrar a la República. Libertad de conciencia y ejercicio de cultos como conquista de la civilización jurídica, se incorporarán a nuestro Código fundamental; pero, en nombre de ellas mismas, amparo a todo lugar donde se eleve la oración de Dios, cuidando de evitar que allí se profane con la mezcla de otros intereses, de otras ambiciones o con la torpe adhesión a instituciones caedizas o caídas.
Pero todavía, al afirmar que la tranquilidad está restablecida; al dar esa sensación a España, el hombre que sabe que goza de popularidad y no tiene inconveniente en comprometerla para dejar a salvo la conciencia, previene a la opinión española contra todos aquellos que, a título de conquista democrática o de salvaguardia de la República, piden insensatamente el desarme de la Guardia Civil, no. Yo tengo el deber de hacer justicia a la Guardia Civil y de tributarle, no el elogio del halago, pero sí discernir la recompensa que merece. La Guardia Civil, contra lo que digan los agitadores, no era instrumento de la Dictadura, sino el medio en el cual inevitablemente se reflejaban las torpezas de aquel sistema de gobierno. La Guardia Civil tiene en su haber y en su gloria haber sido instrumento adicto al régimen constitucional y dispuesto incluso el 13 de septiembre de 1923, si hubiera habido decisión en los gobernantes, a aplastar a la Dictadura en su nacimiento y haber salvado el imperio de la Constitución. La Guardia civil ha sido el primer Cuerpo del Ejército que el día 14 de abril se puso a disposición del Gobierno republicano, y al mediodía, cuatro horas antes de tomar posesión del Poder, estábamos seguros de la lealtad y del concurso de aquel instrumento. La Guardia civil fue la que abrió las puertas de Gobernación y la primera que rindió honores y presentó sus armas ante el Gobierno revolucionario que en nombre del pueblo tomó posesión de aquel edificio; la Guardia Civil, en la jornada de ayer, ha dado el ejemplo más hermoso de disciplina, de adhesión la más leal, la más probada, resistiendo el insulto, resistiendo el ataque, serena en la confianza de su valor, siempre mostrado; abnegada en el heroísmo que pasivamente obedece, dispuesta a restablecer con prudencia el imperio de la ley cuando la necesidad lo reclame.
«La Guardia Civil supo ser constitucional y ha sabido ser republicana; y yo, sea cual fuere la murmuración que contra mí dirija el odio de los agitadores, prevengo al pueblo de que la Guardia civil, leal al Gobierno, es un instrumento que sabrá defender y salvar la República de cualquier peligro que la aceche.
Y ahora, a todos. Al lado del Gobierno, respetando el derecho, volved al trabajo, dejad solos en las calles a los conspiradores monárquicos y a los agitadores que hacen su juego en extrema izquierda. La masa, apartada, tranquila, confiando en nuestra justicia; si la fuerza tiene que intervenir, que sea frente a quienes merezcan y motiven su empleo. Pocos enemigos y conocidos. Los inocentes, la masa general del país, que no se mezcle con ellos. La tranquilidad está restablecida; el Gobierno amparará el orden.
Jornadas en desprestigio de la República no se consienten. La gloria con que nació hemos de procurar que se conserve.» (El Sol, 12 de mayo de 1931.)

Madrid, mayo 1931.

A la una de la madrugada del domingo recibió el ministro de la Gobernación a los periodistas, a los que hizo el relato siguiente:
«Habían solicitado los de la Acción monárquica independiente permiso para celebrar una reunión en su local social, que se les ha concedido dentro de la ley. Nadie tenía noticia de que dicha reunión se celebraba, y poco después de mediodía, un grupo de jóvenes salió de dicho domicilio social dando gritos de «¡Viva el Rey!» y «Muera la República!». Los mecánicos de los taxis que estaban frente a dicho edificio gritaron «¡Viva la República!» y fueron agredidos por los monárquicos. La gente se arremolinó y formó un grupo compacto, que en protesta airada quiso asaltar el edifico. Se cerraron las puertas y acudieron fuerzas de Seguridad. El grupo llegó a tener poco más de mil personas, y poco después el ministro de la Gobernación pasaba por el lugar del suceso y se enteraba de lo ocurrido.
»Apenas llegado al ministerio de la Gobernación, dio las órdenes necesarias para lograr estas dos cosas: que el local fuera desalojado sin daño para las personas y que fueran detenidos los responsables del tumulto, que con sus gritos subversivos habían producido la excitación de los ciudadanos.
»Fueron desalojadas poco a poco las personas del local y conducidas algunas a la Dirección General de Seguridad en un camión de este centro. A las cinco de la tarde, el ministro de la Gobernación volvió al lugar del suceso y dirigió la palabra a la muchedumbre, rogándole que se retirase y que dejase a la Guardia Civil cumplir su cometido de conducir a los últimos detenidos a la Dirección General de Seguridad. La multitud permanecía estacionada en actitud hostil ante el edificio. A las cinco y media se había disuelto sin más incidentes que haber quemado dos automóviles, propiedad uno de don Juan Ignacio Luca de Tena y otro cuyo propietario se ignora.
»A las tres y media de la tarde una manifestación numerosa se dirigió al periódico ABC en son de protesta, acercándose a la puerta, llamando para que se les abriera, y parece que intentaron quemarla, rociándola previamente con algún combustible.
«En ese momento, desde las ventanas altas del edificio se hicieron varios disparos contra la muchedumbre, resultando herido de un balazo el portero del número 68 de la calle de Serrano, y un muchacho de trece años. Fueron trasladados a la policlínica de la calle de Tamayo, donde se le dio la asistencia facultativa necesaria.
»Al tener el ministro de la Gobernación noticia de los sucesos requirió al fiscal de la República para que a su vez requiriera del juez un mandamiento judicial para practicar un registro en ABC y en su caso para la clausura del local.
»Fuerzas de la Guardia civil y comisarios de la Policía, con el oportuno mandamiento judicial, fueron a ABC y practicaron el registro, que a primera hora de la madrugada, hora en que el ministro dicta estas líneas, parece que no ha terminado, pero se han encontrado, en efecto, algunas armas.
»En vista de esto, el ministro, amparado por la orden del juez, ha dispuesto que esta misma noche queden clausurados el periódico y la Redacción y sea detenido don Juan Ignacio Luca de Tena, que, según noticias que el ministro tiene, quedará a disposición del director general de Seguridad en plazo brevísimo, dentro de esta misma noche, y dar comienzo el proceso para indagar las responsabilidades, no sólo por lo ocurrido hoy, sino también por la insistente campaña de provocación y alarma que ese periódico viene realizando.
En todo el resto de la tarde, grupos de ciudadanos han recorrido las calles de Madrid en manifestación pacífica, salvo algunos pequeños incidentes que carecen en absoluto de importancia, como por ejemplo el asalto a una armería, que fue reprimido por la fuerza pública, que ha causado dos heridos a los asaltantes.
El Gobierno ha mostrado en el día de hoy con su tacto y prudencia hasta dónde llega en su respeto al deseo legítimo del pueblo de manifestar su protesta; pero por lo mismo, teniendo plena conciencia de cuál es su responsabilidad y su deber, tiene derecho a exigir de todos sus correligionarios, sin distinción de matices, la confianza en su actuación, y declara que quienes intentaran el lunes continuar manifestando en forma tumultuaria sus deseos o protestas no pueden ser servidores de la causa que la República representa, sino enemigos declarados de ella, que, viniendo de la derecha o de la izquierda, pretenden socavar su autoridad, y siendo así, está decidido a no consentir en el día de mañana ningún género de manifestaciones colectivas en la calle
»El Consejo de ministros, que se reúne mañana, como estaba anunciado, adoptará por su parte las determinaciones enérgicas que procedan para cortar de raíz todo intento, venga de donde viniere, y el Gobierno sabe de dónde viene, de reacción monárquica o extremista de la izquierda.
»Los detenidos hasta la fecha son alrededor de una docena, entre los cuales están los jóvenes hermanos Mirallles, que pistola en mano se dedicaban, tras los árboles de la calle de Serrano, a disparar contra el pueblo.
»No tiene el ministro en este momento la lista con los nombres de todos.
El ex ministro señor Matos, que pasaba por la calle de Alcalá en el momento del tumulto, fue agredido por la muchedumbre, que lo reconoció, y amparado por el señor Sánchez Guerra padre, primero, y después por el hijo, el subsecretario de la Presidencia, y custodiado por la misma masa popular, fue acompañado hasta la Dirección de Seguridad y quedó allí por su propia voluntad.»
(El Sol, 11 de mayo de 1931.)

De los ciento setenta conventos que existen en Madrid, según el director de Seguridad, han quedado destruidos seis.
Durante toda la tarde el público ha desfilado por frente a los conventos incendiados en una incesante procesión de curiosidad. Desde la terraza del Palacio de la prensa el espectáculo era extraordinario. Sobre el plano de la población, por encima de los tejados se divisaban las columnas de humo que despedían los incendios del colegio de las Maravillas, en los Cuatro Caminos; del Instituto Católico de la calle de Alberto Aguilera, de los Carmelitas de Santa Teresa, en la plaza de España, y el de la Residencia de Jesuítas de la calle de la flor.
A última hora de la tarde el director general de Seguridad recibió a los periodistas, manifestándoles que en Madrid existían 170 conventos, de los cuales habían sido incendiados el de Salesianos, en la calle de Villamil; el de Maravillas, en Bravo Murillo; Carmelitas de la plaza de España, Instituto Católico de Alberto Aguilera y otro de la calle de Martín de los Heros. También se intentó incendiar, aunque fueron librados de este peligro, el de los Paúles de la calle de García Paredes, Trinitarias de Marqués de Urquijo; los Luises, en la calle de Cedaceros; el de Jesús, en la plaza del mismo nombre; otro de Carmelitas, en la calle de Ayala; de San José de Calasanz en la calle de Torrijos; otro de monjas en la calle de San Bernardo, el del Buen Suceso, el de Caballero de Gracia y otro de la calle de Evaristo San Miguel.
En el de Trinitarias de la calle del Marqués de Urquijo, como ya referimos en otro lugar, fueron libertadas por las masas las acogidas sometidas a corrección en dicho establecimiento. También el público hizo evacuar un convento de monjas sito en la calle Ancha, 86; el de San Plácido, en la calle de San Roque, las monjas del Servicio Doméstico de la calle de Fuencarral, los frailes de la fundación Caldeiro, las Trinitarias de Lope de Vega y las monjas del Sagrado Corazón. En el resto, hasta el número de 170, que hemos dicho, no ha ocurrido novedad alguna.
Durante la tarde se pudo ver por las calles a muchas monjas vestidas con el traje seglar, que se dirigían a diversas casas para buscar refugio en ellas. El director general de Seguridad manifestó que las fuerzas del Ejército patrullaban y prestaban servicio de vigilancia en diversos puntos, y que no ocurrió nada más de particular, sin que tuviera noticias de que en provincias hubiera ocurrido anormalidad alguna. A la Dirección de Seguridad llegan algunas personas de las que tenían algún pariente en los conventos, y cuyo paradero ignoran de momento, para obtener en este centro oficial algunas noticias.
(El Sol, 11 de mayo de 1931.)

martes, 20 de diciembre de 2011

La democracia y España

«La historia de España desde 1808 hasta ahora mismo es la historia de nuestras discordias.
Aquellas Cortes, operando en un vacío de poder, eran un ejemplo de patriotismo y de deseo de renovación. Pero operaron sin prudencia».
POR FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS Día 15/03/2011

Llevo pensando sobre la Democracia y España creo que desde 1931, fecha que no permite confusiones: 80 años, no está mal.
Escribiendo en los periódicos desde 1962, aquí en ABC: hasta ahora mismo.
En «El País» desde 1976, recién fundado, hasta 2007: lo dejé a raíz de un editorial apoyando al juez Garzón cuando removía los más tristes recuerdos de la guerra civil.
También en «La Razón» y, antes, en periódicos que echo de menos: «Ya», «El Independiente», «el Sol».
Y escribí libros sobre este tema desde mi Ilustración y Política en la Grecia Clásica, de 1966, luego reeditado como La democracia ateniense.
Después otros. Los coroné en 1997, con mi Historia de la democracia y en 2006 con mi El reloj de la Historia.
¿Por qué ahora esto?
El tiempo corre rápido, todo cambia, también el conocimiento de los hechos. Por eso me ha parecido oportuno escribir una Nueva Historia de la democracia, que he publicado hace pocos días. Vivo en varios planos, este es particularmente obsesivo. Y tenemos la obsesión de conocer, pensar este tema. De llegar, si es posible, a algunas conclusiones. Personales claro. Y olvidarlo luego —aunque la realidad de cada día nos lo recuerda—. En fin, he escrito una especie de testamento sobre el tema, una síntesis de lo que de él creo saber.
Créanme, es una especie de obsesión mental no sólo mía. Querría, de algún modo, echarla fuera, encerrada en un libro. Porque la obsesión sobre el problema político en general se obtiene desde lejos, pero el de España, lo vivimos. Queriendo o sin querer. Y ello sin hacer política, nunca la he hecho, pero las circunstancias me hacían, a veces, próximo testigo. De lo que he hecho, lo que más se parece a hacer política es la dura lucha que, durante muchos años, sostuve en defensa de la tradición humanística en la enseñanza contra las ideas de la izquierda pedagógica: contaminó primero al último franquismo, luego al socialismo. Primero ayudado por muchos, luego cada vez más solo. Y, a pesar de todo, no estoy completamente insatisfecho.
Hombres sensibles nos dejaron conservar algunos puntos. En la Secundaria y la Universidad seguimos, pese a todo, reducidos, desde luego, pero vivos.
Fui sobre todo un testigo, un capítulo en ese mismo libro reza así: «El autor de este libro se presenta como testigo». Un testigo que ve y sufre y trata de comprender. Es bastante amargo.
Yo veía las cosas de España, leía y escuchaba las del mundo, pero sobre todo, admírense, las de la antigua Atenas. Mucha desgracia y algunas esperanzas. Porque la lucha por un gobierno justo es connatural al hombre, es imitada tras largos siglos. Los tiranos pasan. Y hay momentos de esplendor. Es el terrible problema del poder, de cómo repartirlo, gobernar para bien de todos. Problema nunca resuelto, pero los fracasos nunca son definitivos. Optimismo a plazo lejano, en tantos momentos solo vemos la parte fea de la trama.
El problema es el de la libertad e igualdad, no una igualdad mecánica, aplastante, igualdad en la dignidad, con infinitas variantes. En lo espiritual y lo material. En Atenas el pueblo alcanzó la dignidad del poder, pero se acotaron áreas para que unos y otros se desenvolvieran y áreas de conocimiento y de belleza accesibles a los que quisieran y supieran acceder.
Claro que Atenas no fue insensible a las trampas del poder, de la ambición. Se metió en una guerra extranjera que no podía ganar. Los intereses de las clases se hicieron incompatibles, llegó la guerra civil. De otra parte, los que habían sufrido ese terrible fin de la democracia, me refiero a Platón y otros más, quisieron convertir la sociedad en una cuadrícula cerrada, científica decían. Otro desastre cuando, con el tiempo, vinieron planificadores, dictadores diríamos, ya religiosos ya políticos, infalibles se creían. Trajeron nuevas desgracias que todavía nos atormentan.
Pero yo sacaba de la historia de Atenas una lección optimista: una rebelión de los que se sentían oprimidos, una revolución, era susceptible de llegar con sus oponentes a un acuerdo humano: a una democracia. Y la historia nos hace ver que, en efecto, este esquema se ha repetido varias veces. Una revolución seguida de una conciliación trajo la democracia en Inglaterra y Estados Unidos. Claro que no es un esquema obligatorio, ha habido revoluciones no conciliadas que han traído, sin duda, algunas ganancias, pero no democracia, al menos no en un tiempo previsible, ni sin sufrimientos sin cuento. Son revoluciones sin conciliación final, por ejemplo, la francesa y la rusa. Algunas ganancias, sin duda, pero horribles sufrimientos.
Y entonces, con este espejo yo miraba al problema de España cuando a comienzos del siglo XIX caían la vieja monarquía y el imperio ultramarino. Venía, imparable, una revolución. Y en España ha habido no una revolución, sino un montón de ellas: y la terrible consecuencia que saca el que mira su historia desde 1812, desde aquella Constitución que fue en realidad una revolución, es que no hubo conciliación. 
Las revoluciones iban seguidas del contragolpe: de revoluciones en sentido contrario. Y cuando por unos años se hizo una conciliación, fue frustrada una y otra vez.
En suma, la historia de España desde 1808 hasta ahora mismo es la historia de nuestras discordias.
Por supuesto, este es un simple esquema, y esto que escribo es un mero esbozo. En algún lugar me he expresado con más detalle.
Aquellas Cortes, operando en un vacío de poder, eran un ejemplo de patriotismo y de deseo de renovación. Pero operaron sin prudencia.
Eran un mínimo grupo de ilustrados que en realidad se representaban a sí mismos y a pocos más. No eran representativos del pueblo español del momento, no tenían a su lado un elenco de políticos que hicieran la conciliación con el pueblo.
Este recibía a Fernando VII con arcos de triunfo. Y en uno y otro grupo el poder quedó en manos, en un caso, de revolucionarios exaltados, de comecuras y demagogos de café, en el otro, de los partidarios del monarca absoluto y de la horca.
¿Qué conciliación, qué democracia iba a haber? (y la había en Inglaterra desde el siglo XVII, en Estados Unidos desde el XVIII).
Se imponían los espadones: los liberales triunfaban con los golpes militares, los otros más o menos. Y si Isabel II, tras María Cristina, intentaba una conciliación susceptible de lograr un reparto humano del poder, era enviada al exilio y sustituida por una República, la I, puro caos, cantones y federalismo, anticipo de desgracias.
Voy a saltos.
La Restauración, el mayor ensayo de progreso en siglos fue torpedeada de mil modos: la semana sangrienta, los líderes políticos asesinados, el socialismo, con Iglesias, más fanático, la huelga general del 17.
¿Cómo no iba a llegar Primo de Rivera en un país así?
¿Cómo no iba a caer y a ser sustituido por la II República, cómo ésta no iba a ser llevada por Azaña y Largo y los separatistas a una revolución indefinida, marginando a los socialistas de verdad como de los Ríos y Besteiro?
Callo lo que siguió, ya lo saben. Es de libro.
Pero llego ya casi a nuestros días y no me queda espacio.
La transición parece no haber existido.
Y el socialismo ha escogido, al final, el camino de la segunda República: alianza con los nacionalistas o separatistas, política a bandazos improvisados, irracionales, incompetentes, alianza con grupos de provocadores como los del 4 de marzo, otra con mínimos grupos fanático-mediáticos, que meten sus leyes en el Boletín Oficial. Así los de la zeja o esas feministas que nos imponen sus leyes del aborto y su español adulterado. Los más callan y temen.
Veremos qué arreglo tiene. Debería tenerlo en el sentido de la razón y la concordia. Y la democracia no es renunciable. Pero asomarse a su historia en el mundo y, sobre todo, en España no puede hacerse sin preocupación.
FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS ES MIEMBRO DE LAS REALES ACADEMIAS ESPAÑOLA Y DE LA HISTORIA

sábado, 17 de diciembre de 2011

I Causas de la Guerra de España.

I. CAUSAS DE LA GUERRA DE ESPAÑA
Las causas de la guerra y de la revolución que han asolado a España durante treinta y dos meses, son de dos órdenes: de política interior española, de política internacional. Ambas series se sostienen mutuamente, de suerte que faltando una, la otra no habría sido bastante para desencadenar tanta calamidad. Sin el hecho interno español del alzamiento de julio de 1936, la acción de las potencias totalitarias, que ha convertido el conflicto de España en un problema internacional, no habría tenido ocasión de producirse, ni materia donde clavar la garra. Sin el auxilio previamente concertado de aquellas potencias, la rebelión y la guerra civil subsiguiente no se habrían producido.
Es lógico comenzar por la situación política de España este rápido examen, que no se dirige a atacar a nadie ni a defender nada, sino a proveer de elementos de juicio al público extranjero, aturdido por la propaganda.
Desde julio del 36, la propaganda, arma de guerra equivalente a los gases tóxicos, hizo saber al mundo que el alzamiento militar tenía por objeto: reprimir la anarquía, salir al paso a una inminente revolución comunista y librar a España del dominio de Moscú, defender la civilización cristiana en el occidente de Europa, restaurar la religión perseguida, consolidar la unidad nacional.
A estos temas, no tardaron en agregarse otros dos: realizar en España una revolución nacional-sindicalista, crear un nuevo imperio español.
¿Cuáles eran, desde el punto de vista de la evolución política de mi país, y confrontados con la obra de la República, el origen y el valor de esos temas?
Sería erróneo representarse el movimiento de julio del 36 como una resolución desesperada que una parte del país adoptó ante un riesgo inminente.
Los complots contra la República son casi coetáneos de la instauración del régimen. El más notable salió a luz el 10 de agosto de 1932, con la sublevación de la guarnición de Sevilla y parte de la de Madrid. Detrás estaban, aunque en la sombra, las mismas fuerzas sociales y políticas que han preparado y sostenido el movimiento de julio del 36.
Pero en aquella fecha, no se había puesto en circulación el slogan del peligro comunista.
La instalación de la República, nacida pacíficamente de unas elecciones municipales, en abril de 1931, sorprendió, no solamente a la corona y los valedores del régimen monárquico, sino a buen número de republicanos.
Los asaltos a viva fuerza contra el nuevo régimen no empezaron antes, porque sus enemigos necesitaron algún tiempo para reponerse del estupor y organizarse. El régimen monárquico se hundió por sus propias faltas, más que por el empuje de sus enemigos.
La más grave de todas fue la de unir su suerte a la dictadura militar del general Primo de Rivera, instaurada en 1923 con la aprobación del rey. Siete años de opresión, despertaron el sentimiento político de los españoles.
En abril del 31, la inmensa mayoría era antimonárquica. La explosión del sufragio universal en esa fecha, más que un voto totalmente republicana, era un voto contra el rey y los dictadores. Pero la República era la consecuencia necesaria.
El nuevo régimen se instauró sin causar víctimas ni daños. Una alegría desbordante inundó todo el país. La República venía realmente a dar forma a las aspiraciones que desde los comienzos del siglo trabajaban el espíritu público, a satisfacer las exigencias más urgentes del pueblo.
Pero el pueblo, excesivamente contento de su triunfo, no veía las dificultades del camino. En realidad, eran inmensas. Las dificultades provenían del fondo mismo de la estructura social española y de su historia política en el último siglo.
La sociedad española ofrecía los contrastes más violentos. En ciertos núcleos urbanos, un nivel de vida alto, adaptado a todos los usos de la civilización contemporánea, y a los pocos kilómetros, aldeas que parecen detenidas en el siglo XV.
Casi a la vista de los palacios de Madrid, los albergues miserables de la montaña. Una corriente vigorosa de libertad intelectual, que en materia de religión se traducía en indiferencia y agnosticismo, junto a demostraciones públicas de fanatismo y superstición, muy distantes del puro sentimiento religioso.
Provincias del noroeste donde la tierra está desmenuzada en pedacitos que no bastan a mantener al cultivador; provincias del sur y del oeste, donde el propietario de 14.000 hectáreas detenta en una sola mano todo el territorio de un pueblo. En las grandes ciudades y en las cuencas fabriles, un proletariado industrial bien encuadrado y defendido por los sindicatos; en Andalucía y Extremadura, un proletariado rural que no había saciado el hambre, propicio al anarquismo.
La clase media no había realizado a fondo, durante el siglo XIX, la revolución liberal.
Expropió las tierras de la Iglesia, fundó el régimen parlamentario. El atraso de la instrucción popular, y su consecuencia, la indiferencia por los asuntos públicos, dejaban sin base sólida al sistema. La industria, la banca y, en general, la riqueza mobiliaria, resultante del espíritu de empresa, se desarrollaron poco. España siguió siendo un país rural, gobernado por unos cientos de familias.
Aunque la Constitución limitaba teóricamente los poderes de la corona, el rey, en buen acuerdo con la Iglesia, reconciliada con la dinastía por la política de León XIII, y apoyado en el ejército, conservaba un predominio decisivo a través de unos partidos pendientes de la voluntad regia.
La institución parlamentaria era poco más que una ficción. Las clases mismas estaban internamente divididas. La porción más adelantada del proletariado formaba dos bandos irreconciliables. La Unión General de Trabajadores (UGT), inspirada y dirigida por el partido socialista (SEIO), se distinguía por su moderación, su disciplina, su concepto de la responsabilidad. Colaboraba en los organismos oficiales (incluso durante la dictadura de Primo de Rivera), aceptaba la legislación social.
La organización rival, Confederación Nacional del Trabajo (CNT), abrigaba en su seno a la Federación Anarquista Ibérica (FAI), rehusaba toda participación en los asuntos políticos, repudiaba la legislación social, sus miembros no votaban en las elecciones, practicaba la violencia, el sabotaje, la huelga revolucionaria.
Las luchas entre la UGT y la CNT, eran durísimas, a veces sangrientas. Por su parte,
la clase media, en que el republicanismo liberal reclutaba los más de sus adeptos, también se dividía en bandos, por dos motivos: el religioso y el social. Muchos veían con horror todo intento de laicismo del Estado. A otros, cualquier concesión a las reivindicaciones del proletariado, les infundía miedo, como un comienzo de revolución. En realidad, esta
discordia interna de la clase media y, en general, de la burguesía, es el origen de la guerra civil.
La República heredó también de la monarquía el problema de las autonomías regionales. Sobre todo la cuestión catalana venía siendo, desde hacía treinta años, una perturbación constante en la vida política española.
El primer Parlamento y los primeros gobiernos republicanos tenían que contemporizar entre esas fuerzas heterogéneas, habitualmente divergentes, acordes por un momento en el interés común de establecer la República.
Una República socialista era imposible. Las tres cuartas partes del país la habrían rechazado.
Tampoco era posible una República cerradamente burguesa, como lo fue bastantes años la Tercera República en Francia.
No era posible,
1. °porque la burguesía liberal española no tenía fuerza bastante para implantar por sí sola el nuevo régimen y defenderlo contra los ataques conjugados de la extrema derecha y de la extrema izquierda;
2. °: porque no habría sido justo ni útil que el proletariado español, en su conjunto, se hallase, bajo la República, en iguales condiciones que bajo la monarquía.
En la evolución política española, la República representaba la posibilidad de transformar el Estado sin someter al país a los estragos de una conmoción violenta. El primer presidente del gobierno provisional de la República, monárquico hasta dos años antes, jefe del partido republicano de la derecha, y católico, formó el ministerio con republicanos de todos los matices y tres ministros socialistas.
La colaboración socialista, indispensable en los primeros tiempos del régimen, a quien primero perjudicó fue al mismo partido, en cuyas filas abrieron brecha los ataques de los extremistas revolucionarios y de los comunistas.
La obra legislativa y de gobierno de la República, arrancó de los principios clásicos de la democracia liberal: sufragio universal, Parlamento, elegibilidad de todos los poderes, libertad de conciencia y de cultos, abolición de tribunales y jurisdicciones privilegiados, etcétera.
En las cuestiones económicas era imposible (con socialistas y sin socialistas) atenerse al liberalismo tradicional. Las dificultades más graves que en este orden encontraron los gobiernos de la República, provenían de la crisis mundial.
Los siete años de la dictadura de Primo de Rivera, coincidieron con los más prósperos de la posguerra. La República advino en plena crisis. Paralización de los negocios, barreras aduaneras, restricción del comercio exterior. La política de contingentes fue un golpe terrible para la exportación española.
Bastantes explotaciones mineras se cerraron. Otras, como la de carbón, vivían en quiebra. La industria del hierro y del acero, aunque modestas, se habían equipado bien durante la guerra europea, pero ya no tenían apenas otro cliente que el Estado.
Los ferrocarriles, en déficit crónico, vinieron a peor, no sólo por la competencia del transporte automóvil, sino por la decadencia general del tráfico.
La industria de la construcción, la más importante de Madrid, llegó a una paralización casi total.
Éstas fueron, y no los complots monárquicos ni los motines anarquistas, las formidables dificultades que le salieron al paso a la República naciente, y comprometieron su buen éxito. Ninguna propaganda mejor que la prosperidad.
Para un régimen recién instalado, y ya combatido en el terreno político, la crisis económica podía ser mortal. El Estado tuvo que intervenir, si no para encontrar remedio definitivo, que no estaba a su alcance mientras la crisis azotara a los pueblos más poderosos, para acudir a lo muy urgente. Todas las intervenciones del Estado en los conflictos de la economía eran mal miradas, considerándolas como los avances de un estatismo amenazador.
En las cuestiones del trabajo (huelgas, salarios, duración de la jornada, etcétera), el Estado español, antes de la República, había ya abandonado, tímidamente, la política de abstenerse, de dejar hacer. La República, como era su deber, acentuó la acción del Estado. Acción inaplazable en cuanto a los obreros campesinos. El paro, que afectaba a todas las industrias españolas, era enorme, crónico, en la explotación de la tierra.
Cuantos conocen algo de la economía española saben que la explotación lucrativa de las grandes propiedades rurales se basaba en los jornales mínimos y en el paro periódico durante cuatro o cinco meses del año, en los cuales el bracero campesino no trabaja ni come.
Con socialistas ni sin socialistas, ningún régimen que atienda al deber de procurar a sus súbditos unas condiciones de vida medianamente humanas, podía dejar las cosas en la situación que las halló la República.
Sus disposiciones provisionales, mientras se implantaba la reforma agraria, fueron las más discutidas, las más enojosas, las que suscitaron contra el régimen mayores protestas.
De otra manera influyó también la crisis mundial en nuestros conflictos del trabajo: las repúblicas americanas no admitían más inmigrantes españoles. Pasaban de cien mil los que cada año buscaban trabajo en América. Hubo, pues, que contar por añadidura con ese excedente, que ya no absorbía la emigración.
Cuando la República sostenía una política de jornales altos, afluían más que nunca al mercado del trabajo brazos ociosos. La República no aceptó la implantación del subsidio al paro forzoso, entre otras razones, porque el Tesoro no habría podido soportarlo. Se prefirió impulsar grandes obras públicas, y favorecer la construcción con desgravaciones y otras ventajas.
Las reformas políticas de la República satisfacían a los burgueses liberales, interesaban poco a los proletarios, enemistaban con la República a la burguesía conservadora. Las reformas sociales, por moderadas que fuesen, irritaban a los capitalistas.
Las realizaciones principales de la República (reforma agraria, separación de la Iglesia y el Estado, ley de divorcio, autonomía de Cataluña, disminución de la oficialidad en el ejército, etcétera), suscitaron, como es normal, gran oposición.
También fue rudamente combatida la fundación de millares de escuelas y de un centenar de establecimientos de segunda enseñanza, porque la instrucción era neutra en lo religioso.
El Parlamento y los gobiernos que emprendieron esa obra no se sorprendían porque hubiese contra ellos una fuerte oposición.
Salidos del sufragio universal, persuadidos de que la política de un país civilizado debe hacerse con razones y con votos, merced al libre juego de las opiniones, triunfante hoy una, mañana otra, creyeron siempre que el mejor servicio que podían prestar a su país era el de habituarlo al funcionamiento normal de la democracia.
Una gran porción del partido socialista, en sus representaciones más altas, coincidía en eso con los republicanos. Las mejores cabezas del socialismo, imbuidas de espíritu humanístico y liberal, querían continuar la tradición democrática de su partido. Esta disposición era medianamente comprendida por sus masas. En el partido mismo llegó a formarse un núcleo extremista, cuya consigna fue: Los proletarios no pueden esperar nada de la República.
Por su parte, las extremas derechas hacían propaganda demagógica, y prestaban a los métodos democráticos una adhesión condicional. Se resistían también a reconocer el régimen republicano, pero aspiraban a gobernarlo, como en efecto lo gobernaron desde 1934.
El carácter español convirtió en una tempestad de pasiones violentísima lo que, en sus propios términos, era un problema político no tan nuevo que no se hubiese visto ya en otras partes, ni tan difícil que no pudiera ser dominado.
Lo que debió ser una evolución normal, marcada por avances y retrocesos, se convirtió desde 1934, con dolor y estupor de los republicanos y de aquella porción del socialismo a que he aludido antes, en una carrera ciega hacia la catástrofe.
Los republicanos llamados radicales, se aliaron electoralmente con las extremas derechas. Los republicanos de izquierda y los socialistas fueron derrotados. Un Parlamento de derechas deshizo cuanto pudo de la obra de la República. Derogó la reforma agraria, amnistió y repuso en sus mandos a los militares sublevados el 10 de agosto de 1932, restableció en los campos los jornales de hambre, persiguió todo lo que significaba republicanismo.
Había amenazas de un golpe de Estado, dado desde el poder por las derechas, y amenazas de insurrección de las masas proletarias. Huelga de campesinos en mayo del 34. Conflicto con Cataluña. Entrega del poder (octubre 1934) a los grupos de la derecha que no habían aceptado lealmente la República. Decisión gravísima, llena de peligros. Réplica: insurrección proletaria en Asturias, e insurrección del gobierno catalán. Errores mucho más graves aún, e irreparables. El gobierno no se contentó con sofocar las dos insurrecciones.
Realizada una represión atroz, suprimió la autonomía de Cataluña y metió en la cárcel a treinta mil personas.
Era el prólogo de la guerra civil.
Del aluvión electoral de febrero de 1936, que produjo una mayoría de republicanos y socialistas, salió un gobierno de republicanos burgueses, sin participación socialista. Su programa, sumamente moderado, se publicó antes de las elecciones.
El gobierno pronunció palabras de paz, no tomó represalias por las persecuciones sufridas, se esforzó en restablecer la vida normal de la democracia. Los dislates cometidos desde 1934, daban ahora sus frutos. Extremas derechas y extremas izquierdas se hacían ya la guerra. Ardieron algunas iglesias, ardieron Casas del pueblo. Cayeron asesinadas algunas personas conocidas por su republicanismo y otras de los partidos de derecha. La Falange lanzaba públicas apelaciones a la violencia.
Otro tanto hacían algunos grupos obreros. La organización militar clandestina que funcionaba por lo menos desde dos años antes, y los grupos políticos que se habían procurado el concurso de Italia y Alemania, comenzaron el alzamiento en julio.
Lo que esperaban golpe rápido, que en 48 horas les diese el dominio del país, se convirtió en guerra civil, en la que inmediatamente se insertó la intervención extranjera.
Manuel Azaña Causas de la Guerra de España

VII.- La Revolución abortada.

El gobierno republicano se hundió en septiembre del 36, agotado por los esfuerzos estériles de restablecer la unidad de dirección, descorazonado por la obra homicida —y suicida— que estaban cumpliendo, so capa de destruir al fascismo, los más desaforados enemigos de la República.
El buen desempeño de su aplastante responsabilidad hubiera exigido por parte de todos la asistencia más leal.

Durante aquellas semanas, el optimismo causó estragos en la eficacia y la prontitud de la defensa. De entonces es la campaña contra la formación de un ejército regular, sometido a la disciplina del Estado, porque tal ejército, decían, iba a ser el instrumento de la contrarrevolución. Se dio el caso de que unos trenes de reclutas, movilizados por el gobierno y enviados a Barcelona para reconstituir las unidades de la guarnición, no pudieron pasar la raya de Cataluña porque las autoridades locales les impidieron proseguir el viaje.
El trabajo, lejos de hacerse más intenso, menguó en duración y rendimiento. La huelga de la construcción, comenzada en mayo, dirigida e impuesta por la CNT, persistía después de empezar la guerra; no se terminó hasta agosto.
La traición puede ser sofocada y castigada, pero una alucinación colectiva se disipa difícilmente. Es preferible creer en una alucinación colectiva: en 1937 se celebró en Madrid un meeting para conmemorar el primer aniversario de la huelga de la construcción, que entre otros méritos tuvo, en opinión de sus panegiristas, el de haber precipitado el alzamiento. Ya he dicho que algunos lo recibieron como un hecho venturoso.
Los leaders políticos y sindicales visitaban a los milicianos en los frentes, les aconsejaban sobre la manera de hacer la guerra, de aprovisionarse sobre el país: «si encontráis una vaca o una ternera, la matáis, y os la repartís; ya la pagará el gobierno».
El presidente del Consejo recibió quejas muy serias de un leader, porque los milicianos no tenían en el frente aguas minerales para beber. Madrid ofrecía una apariencia alegre, de jolgorio y holganza.
Miles de coches recorrían velozmente las calles, derrochando la gasolina del Estado.
Se derrochó también, en fabulosa escala, los víveres y toda clase de recursos. Músicas, desfiles, columnas que iban al frente, o volvían. Rebajamiento de la calidad y limpieza en el vestido. Muchos burgueses se disfrazaban, bastante mal, de proletarios. Ostentación de armas largas. Jóvenes ociosos, en vez de combatir en la trinchera, lucían por los cafés arreos marciales, el fusil en bandolera.

La prensa adoptó un tono jactancioso, semejante al de 1898. Los tópicos eran aparentemente otros, pero la misma frivolidad. Hacía años que los periódicos no imprimían: «el heroico coronel», «el invicto general».
Desempolvaron estos clichés. Como novedad propia de los tiempos, tuvimos que diariamente caían en nuestras líneas unos cuantos aviones enemigos «envueltos en llamas».
Bajo aquella confusión de frivolidad y heroísmo, de batallas verdaderas y paradas inofensivas, de abnegación silenciosa en unos y ruidosa petulancia en otros, la obra sombría de la venganza prosiguió extendiendo cada noche su mancha repulsiva.
Los dos impulsos ciegos que han desencadenado sobre España tantos horrores, han sido el odio y el miedo.
Odio destilado lentamente, durante años, en el corazón de los desposeídos.
Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la «insolencia» de los humildes.
Odio de las ideologías contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia y el fanatismo.

Una parte del país odiaba a la otra, y la temía.
Miedo de ser devorado por un enemigo en acecho: el alzamiento militar y la guerra han sido, oficialmente, preventivos, para cortarle el paso a una revolución comunista.

Las atrocidades suscitadas por la guerra en toda España, han sido el desquite monstruoso del odio y del pavor. El odio se satisfacía en el exterminio.
La humillación de haber tenido miedo, y el ansia de no tenerlo más, atizaban la furia. Como si la guerra civil no fuese bastante desventura, se le añadió el espectáculo de la venganza homicida. Por lo visto, la guerra, ya tan mortífera, no colmaba el apetito de destrucción.

Era un método demasiado «político», no escogía bien a sus víctimas. Millares de ellas iban cayendo, no por resultas de sus actos personales, sino por su tendencia.
El impulso motor era el mismo, ya se invocase el principio de autoridad y la urgencia de amputarle a la nación sus miembros «podridos», ya se operase clandestinamente por las pandillas de desalmados que en la pasión política pretendían encontrar una justificación de la delincuencia. En el territorio ocupado por los nacionalistas fusilaban a los francmasones, a los profesores de
universidad y a los maestros de escuela tildados de izquierdismo, a una docena de generales que se habían negado a secundar el alzamiento, a los diputados y ex diputados republicanos o socialistas, a gobernadores, alcaldes y a una cantidad difícilmente numerable de personas desconocidas; en el territorio dependiente del gobierno de la República, caían frailes, curas, patronos, militares sospechosos de «fascismo», políticos de significación derechista.

Que todo eso ocurriera, en su territorio, contra la voluntad del gobierno de la República y a favor del colapso en que habían caído todos los resortes del mando, es importante para los gobiernos mismos y para su representación política.
Pero si las atrocidades cometidas en uno y otro campo se consideran, no desde el punto de vista de la autoridad del Estado y de la justicia legal, ni desde el de la responsabilidad de quienes hayan gobernado en cada zona, sino como un fenómeno patológico en la sociedad española, el valor demostrativo de unos y otros hechos viene a ser el mismo; su carácter, mucho más entristecedor.
La guerra es todavía una fase de la política. Juzgamos la licitud o la ilicitud de una guerra según los designios políticos que persigue. Las atrocidades del resentimiento homicida no pueden juzgarse con ese criterio. No es menester apelar a él para reprobarlas, ni es permitido invocarlo para absolverlas.
Tal primitivismo de sentimientos, un desate tan irracional de los instintos, suprimen la política, la expulsan. Ya sabemos que existe el recurso de «organizar» la ferocidad y utilizarla como arma defensiva del Estado.
Sistema del terrorismo, con el que la violencia inmoral parece reincorporarse a una razón política. Mas, si las atrocidades resultantes del desorden inficionan mortalmente la causa que pretenden servir, el terrorismo organizado no asegura nada, ni siquiera su propia duración.
No es dudoso, que tales hechos, causaron un quebranto irreparable en la confianza que el gobierno republicano pudiera conservar sobre el resultado útil de su gestión. Por otra parte, las perspectivas de la guerra se ensombrecían.

Ya los primeros aviones alemanes llegados a Andalucía transportaban a la Península tropas marroquíes. Se esperaba (y se temía) mucho de la acción de los moros.
La experiencia probó pronto que, aun siendo importante, su concurso no decidiría la guerra. Pero el fácil avance de la columna de ataque sobre Madrid, por la ruta abierta de Extremadura, mostraba, a quienes no habían perdido el juicio, la inminencia del peligro.
Mientras, en la prensa aparecían enormes manchettes, con estupideces de este calibre: «La batalla de Talavera será nuestra batalla del Mame», que hacían rechinar los dientes a las personas sensatas.

Con la mejor buena fe del mundo, muchos «conductores» de la opinión creían lo más adecuado a la moral popular mantenerla en sus ilusiones de triunfo-fácil. Un revulsivo eficaz habría sido, probablemente, ponerla frente a la realidad.
Algo así ocurrió más tarde. Madrid, que no se había defendido en el Guadiana ni el Tajo, se defendió en sus propios arrabales, cuando podía presumirse, dados los antecedentes, que los moros llegarían al centro de la capital en tranvía.
Parte decisiva en el desmoronamiento del gobierno republicano le cupo a la situación exterior. El gobierno, desde el comienzo, se halló en la imposibilidad de comprar libremente armas en el extranjero. En este aspecto, la no-intervención empezó a funcionar antes de haberse firmado el acuerdo entre las potencias, y se aplicó, con efecto retroactivo, a contratos de adquisición de material hechos por el gobierno español antes de empezar la guerra.
La interdicción que padecía así la República, hirió mortalmente al gobierno, que se encontró sin armas que dar a las milicias, y en mala postura ante la opinión, que tal vez le inculpaba de no saber hacerse respetar en el exterior.
Nadie ha ignorado nunca ni nadie tiene hoy interés en disimular las consecuencias decisivas de la no-intervención en el curso de la campaña; pero los resultados de aquella situación en la política interior de la República no fueron menos graves, y difícilmente rectificables. Ante las masas, la experiencia venía a desacreditar la hipótesis de que un gobierno exclusivamente republicano, que no suscitaba alarmas, era la garantía de que la República seguiría siendo mirada sin prevención en el extranjero. Se abrió paso, irresistiblemente, la idea de que en el gobierno de la República, debían estar representados todos cuantos la defendían. El gobierno fluctuó un par de semanas. Fue imposible sostenerlo.

Al empezar septiembre, tomó sobre sí la responsabilidad de retirarse, y dio paso al gobierno llamado «de la victoria», compuesto de republicanos, socialistas, sindícales de la UGT y dos comunistas. Disposición dominante en el nuevo gobierno: gran confianza en sus planes, en su popularidad, en su energía, moderado todo ello por el fastidio de no haber sido llamado antes. Uno de los nuevos ministros me decía: « ¡Con tal de que no sea demasiado tarde!» ¿Demasiado tarde? Llevábamos cincuenta y un días de guerra.
Si el ministro hubiese podido sospechar que la guerra duraría novecientos treinta días más, acaso hubiera entrevisto que entonces no era demasiado tarde para nada.
Los reveses de la campaña hicieron comprender a todos la necesidad de tomar la guerra en serio, y prestaron al gobierno el resorte necesario para imponer un cambio de conducta, pero a costa de demasiado tiempo. No puede negarse que el precio del aprendizaje fue elevadísimo y, en su mayor parte, irrescatable.

La reacción comenzó por el ejército. El nuevo gobierno sometió a todos a la disciplina militar y comenzó la organización metódica de las fuerzas. Empezaron a formarse las grandes unidades, y el Estado Mayor fue recuperando la dirección de la campaña. Antes no podía hacerse otra cosa que operaciones locales, para acudir como se podía a los apuros más urgentes. El enemigo tenía ya, entre otras ventajas, la de una dirección única, y la de que todo su territorio estaba unido (después de la toma de Mérida y Badajoz), aseguradas sus comunicaciones interiores. Ya partido en dos trozos incomunicables por el aislamiento del norte, el territorio del gobierno de la República estaba, para los efectos de dirigir la campaña, dividido en tres o cuatro pedazos, como resultado de la situación de Cataluña y del País Vasco, Las consecuencias fueron deplorables.
En agosto del 36, los que mandaban en Barcelona decidieron enviar, auxiliados por Valencia, una expedición contra Mallorca, No contaron con el gobierno de Madrid ni siquiera para pedirle informes sobre cuál pudiera ser el estado militar de la isla.

La expedición, anunciada ruidosamente en la prensa, desembarcó, perdió quinientos soldados, casi toda la artillería, cerca de un centenar de ametralladoras tiradas al agua, sin lograr la conquista de las Baleares para la «gran Cataluña», y malogró, para lo sucesivo, cualquier empresa sobre un objetivo tan importante. Otros ejemplos, no tan desastrosos, podrían citarse de aquella dirección de la guerra desde cada provincia.
Realmente, la unidad de mando superior no fue completa sino a mediados de 1937, y todavía quedó, hasta su pérdida, el sector excéntrico del norte.
La creación de un nuevo ejército, capaz de hacer frente al enemigo, no podía lograrse plenamente, ni en cuanto a la organización y disciplina, ni en cuanto a la selección del personal, si no se operaba al mismo tiempo una transformación en el estado de la retaguardia.
Donde más se hacía sentir el desorden de las iniciativas privadas, que ahogaban al Estado o rivalizaban con él, era en el funcionamiento de los servicios públicos relacionados con la guerra, y en el rendimiento de la industria.

Aquellas iniciativas eran de dos clases: o bien de orden regional y político, como las del gobierno catalán, o bien de orden sindical.
Claro está que dentro del marco regional, se manifestaban también las obras de la actividad sindical. En los servicios y empresas de cuya dirección se habían apoderado los sindicatos, la calidad y la cantidad del trabajo descendieron.
El derrame sindical produjo un efecto paralizante. En 1937 me dijo el director general de Minas que la extracción de carbón en Utrillas se había reducido a la décima parte de lo normal. Encareció el costo de las obras: emprendida la construcción de un ferrocarril transversal desde la provincia de Valencia a Madrid, para asegurar el abastecimiento de la capital, cada metro cúbico de tierra removida venía a costar unas cuarenta mil pesetas.
Disolvía la responsabilidad en comités anónimos. El servicio de transportes pagaba sueldo a dieciséis mil chauffeurs, y no se conseguía regularizar el envío de víveres a Madrid, cuando todavía no escaseaban.
Si la memoria no me engaña, fue el señor Largo Caballero, a la sazón presidente del Consejo, quien ordenó la prisión del Comité de transportes. Se daban tan poca cuenta de la gravedad de la guerra, o anteponían de tal manera las ventajas del momento presente, que en septiembre del 36, habiendo en Madrid tres aviones de caza, los obreros del taller de reparaciones del aeródromo de los Alcázares se negaban a prolongar una hora la jornada y a trabajar los domingos.
Estas muestras, tomadas de la realidad, bastan para formarse una idea de la situación en ese aspecto y de la inmensa tarea que los gobiernos debían cumplir. Tanto desbarajuste, tales movimientos desordenados, que arruinaban la producción, estaban destinados al fracaso. La opinión pública, en general, los reprobó. Los resultados obtenidos, acabaron de desacreditarlos.

Pero su efecto, desastroso para la República, estaba ya producido. Es seguro que, después de los italianos y los alemanes, no han tenido los «nacionalistas» mejor auxiliar que todos aquellos creadores de una economía dirigida, o más bien, secuestrada por los sindicatos.
El planteamiento de tal aventura hubiera sido físicamente imposible en España durante la paz. Creer en su éxito fácil, a favor de la guerra, porque se constituían situaciones de hecho, incompatibles no solamente con las leyes vigentes sino con el conjunto de la economía del país, y esperar que tales situaciones, si duraban hasta el final de la guerra, podrían subsistir (en la hipótesis de una solución favorable a la República), no era muy halagüeño para la perspicacia de quienes así pensaran.
Todos estos hechos, de orden económico u otro, que menguaban la capacidad de resistencia de la República, no obedecían a un pensamiento común, no se amoldaban a un plan.
Su fuerza se desparramó por el área de las incautaciones y colectivizaciones que interesaban más a los meneurs, y no pasó adelante.
El sindicato se instaló pesadamente en servicios y empresas; pesadamente, porque todo lo hacía con lentitud. Pero la fuerza ascendente de ese movimiento menguaba con rapidez, a medida que se apartaba de su terreno propio.
Nunca se apoderó del gobierno ni del Estado. Es concebible que, en las primeras semanas de la guerra, hubiese estallado en el territorio de la República una revolución violentísima, fulminante, que destruyera las instituciones republicanas, reemplazara a sus partidos y a sus hombres, y entronizase un gobierno de su hechura, para conducir de frente, bajo una disciplina de hierro, la revolución y la guerra. Un fenómeno tal, observado ya en otros países, en circunstancias parecidas, no llegó a producirse en España.
La conmoción fue bastante fuerte para quebrantar al Estado, colaborando en eso, seguramente sin darse cuenta, con las fuerzas nacionalistas; pero no pudo construir un Estado nuevo, no pudo sustituir una disciplina por otra, un sistema por otro.
Así, en los momentos en que la confusión fue mayor, se seguía invocando el Estado, la disciplina y el sistema antiguos, y a los gobiernos a quienes se estorbaba la función de gobernar, nadie los combatía de frente.
Por la doctrina y por la táctica que lo han formado, una gran parte del sindicalismo español estaba habituada a considerar al Estado como su enemigo irreconciliable, cuyo aniquilamiento era el paso preliminar para la emancipación personal y social.
En plena guerra, debieron de creer, o procedieron como si creyeran, que la función de mando, de dirección y de representación de una sociedad política, y la coordinación de su economía, podían suprimirse, simplemente, y que las actividades de la sociedad española se encauzarían por las deliberaciones de unos comités.

Reducido el Estado a la impotencia, por asfixia, quedaría hecha la revolución. Doble error, desde el punto de vista de la necesidad y la utilidad del Estado y desde el punto de vista revolucionario. Algunos lamentarán que en España no hubiese de verdad una revolución a fondo, capaz de tomar las riendas del poder, que hubiera conducido a la República a la victoria.
En todo caso —dirán— las cosas no habrían podido salir peor de como han salido. Es juego fácil discurrir sobre experiencias imaginarias. Si los hechos, observados rigurosamente, significan algo, es manifiesto que el remedio de una revolución «creadora» no habría servido de nada. Las dificultades en que se ha estrellado la República eran de orden internacional y de orden técnico (militar e industrial). Danton y Carnot que resucitaran, no las habrían resuelto, dada la situación de Europa y dados los recursos con que se contaba en España. La Revolución triunfante se habría encontrado ante las mismas dificultades, y algunas más, nacidas de su propio triunfo. La República —siendo iguales las otras circunstancias— se habría perdido lo mismo. Acaso la guerra se hubiera terminado antes. Dudosa compensación, porque en esas condiciones, la guerra misma, y su conclusión, no habrían sido menos onerosas para quienes la han padecido, para los defensores de la República y para el país en general.