martes, 29 de septiembre de 2009

El tronco y las ramas.


No resulta fácil explicar el Estado de las autonomías.
En mis clases de la Universidad tuve que advertir a los alumnos que era una manera nueva de organización territorial del Estado, distinta de las hasta ahora ensayadas en los sistemas de descentralización de los poderes públicos.
Luego, en el Tribunal Constitucional, intenté que la fórmula española no fuese considerada como una especie de federalismo. Pero en un sector de la doctrina (así como en ciertos ámbitos políticos) se afirma que el Estado Federal es nuestra meta, hacia la que ahora caminamos de modo imparable.
Se recuerda, con el fin quizás de suavizar el tránsito, que son varias las organizaciones denominadas federales. En los Estados Unidos de América, por ejemplo, el federalismo inicial se transformó en un federalismo dualista (1880-1940) y últimamente se habla allí de un federalismo cooperativo.

¿Cuál sería nuestro modelo? No pueden olvidar los defensores del Estado Federal para España que Presidentes norteamericanos tan distintos como Eisenhower, Kennedy o Johnson se vieron obligados a intervenir militarmente en diferentes Estados miembros (nuestras Comunidades Autónomas), poniendo bajo su mando a las «Guardias Nacionales» (policías autonómicas), en los momentos críticos de disturbios o de obstrucción a la aplicación de las leyes.
Y este control del poder central sobre todo el territorio nacional fue ya consagrado en leyes de los siglos XVIII y XIX.
El texto de la ley de 29 de julio de 1861 -valga como ejemplo- es claro y terminante: «Siempre que en razón de impedimentos o combinaciones ilegales… a juicio del Presidente se hiciese impracticable la aplicación de las leyes de los Estados Unidos por el cauce corriente de los procedimientos judiciales…» el Presidente «podrá convocar legítimamente a las milicias de cualquiera o de todos los Estados, y emplear aquellas fuerzas navales y terrestres de los Estados Unidos que considere necesarias para lograr la fiel ejecución de las leyes de los Estados Unidos».
Y la ley de 20 de abril de 1871 aumenta todavía más los poderes del Presidente.
Tras el federalismo dualista, a partir de 1941 la jurisprudencia del Tribunal Supremo establece que las medidas económicas necesarias para hacer frente a las crisis no pueden acomodarse a las autonomías locales. Renace la opinión del juez Holmes, se abandona la interpretación dualista y la norma que regula las relaciones entre los Estados y la Unión es el artículo VI, sección 2, de la Constitución: «Las leyes de los Estados Unidos… serán la ley suprema del país».
O sea, que un Estado federal que funcione correctamente no admite ahora la insumisión de las autoridades de uno de sus componentes ni la inaplicación de las leyes de la Federación.
Mis reparos al Estado federal, en el horizonte español, se apoyan en el difícil encaje del mismo, por no decir cabida imposible, en la Constitución de 1978. Pero no adopto una postura de rechazo total. Tal vez con un federalismo auténtico quedarían fuera de la escena pública ciertas declaraciones y actitudes retadoras de políticos de las Comunidades Autónomas. Se ofrece en estos momentos un espectáculo que asombra a los observadores extranjeros, especialmente a los que viven en Estados federales.
La Constitución Española de 1978 establece que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (art. 1.2). La autonomía de las Comunidades Autónomas no es soberanía. Así lo viene proclamando el Tribunal Constitucional. En nuestro ordenamiento jurídico-político, por tanto, se sitúa un poder fundamental, cuyo titular es el soberano pueblo español, donde tienen su origen los restantes poderes, que tienen la condición de poderes derivados.
El símil del árbol me ha servido para dar una idea clara de las competencias de las Comunidades Autónomas. Las atribuciones de éstas son como las ramas que brotan del tronco. La savia circula desde las raíces, pero a través del tronco. Si se corta una rama termina secándose.
El tronco de nuestra Constitución se forma con la prevalencia de las normas del Estado sobre las de las Comunidades Autónomas y con el carácter supletorio del derecho estatal, «en todo caso» (art. 149.3).
Además, y en la línea de los Estados Federales mejor estructurados, con una larga tradición democrática, «si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general» (art. 155.1).
La Constitución Española de 1978 formalizó jurídicamente una realidad compleja. Fue el Estado de las Autonomías. Pero la Constitución no admite un combinado de partes cada una de ellas con poderes originarios. No es un sistema compuesto el que los españoles decidimos instaurar. Realidad compleja, pero no compuesta. Igual que el árbol que es el resultado de un tronco y varias ramas. La soberanía, el poder originario, reside en el pueblo español. Ninguna de las fracciones de este pueblo posee poderes soberanos. Los que oponen resistencia a la obediencia debida son los rebeldes. En los Estados Unidos de América -modelo para los federalistas- no se toleran.
La igualdad formal de los Estados miembros en el sistema federal no satisface a algunos de los que se lamentan de la presente situación española. Se sueña con un «federalismo asimétrico» sin tener en cuenta que una cosa es la igualdad formal, principio respetado en los Estados Federales, y otra cosa es la igualdad real, imposible de mantener en países de diversos desarrollos económicos, además de varias evoluciones demográficas y culturales.
Nuestro árbol, como cualquier otro, puede ser talado y almacenado. Una Constitución distinta puede aprobar un día el pueblo español. Pero que nadie se equivoque invocando los sistemas federales por ahí vigentes.
Si centramos la atención en Europa, la suerte de los Estados federales es parecida a la de sus homónimos del otro lado del Atlántico. Nadie pone en duda el carácter simbólico de la Confederación helvética, tanto por su antigüedad como por la solidez de la unión. Sin embargo, esta Confederación no ha quedado al margen del movimiento que impulsa a todos los Estados federales hacia el reforzamiento del poder central.
Los analistas del régimen suizo apuntan a tres factores que han consolidado el centralismo en los últimos tiempos: las crisis económicas, la evolución de las ideas relativas a las funciones económicas y sociales del Estado, y, con gran impacto, las guerras mundiales de 1914 y 1939.
En Alemania, y a pesar del rótulo «República federal», el recuerdo del régimen de Weimar condicionó mucho a los constituyentes de 1949 para establecer disposiciones protectoras del poder central.
No es el federalismo, en suma, lo que daría a las ramas del árbol una vida con más autonomía. El respeto a las autoridades e instituciones centrales arraiga y se consolida por doquier. Es el signo del siglo XXI. España no ha de ser diferente.
Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

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