sábado, 15 de noviembre de 2008

España en la historia de Europa (Vicente Palacio Atard)

"Los antiguos griegos inventaron el mito de Europa.
En la embarullada Teogonia de Hesíodo Europa aparece como una de las tres mil Oceánidas, de la que se enamoró el divino Zeus. Pero como los antiguos griegos enlazaban fácilmente a los dioses con los héroes y los reyes, en una genealogía mitológica posterior, evocada por muchos poetas y que conocemos en la versión de Moscos, Europa es una bella princesa fenicia, hija del rey Agenor de Tiro, a la que el enamoradizo Zeus raptó para llevársela, cruzando el mar, a Creta. Los antiguos griegos pasaron del mito a la geografía. Hace veintiséis siglos Mecateo, en su "Descripción del mundo", dedicaba a Europa el libro I. La primera configuración de Europa como realidad geográfica se la debemos a los griegos. Por su parte Herodoto, el más antiguo de los historiadores, decía no tener muy claro por qué a la Tierra se la divide en tres partes y las tres con nombre de mujer (Asia, Libia y Europa), observando la curiosa paradoja de que "la tiria Europa era asiática y nunca vino a esta tierra (continental) que ahora los griegos llamamos Europa".
Griegos y romanos se encargaron de ampliar el concepto geográfico de Europa. Pero los romanos, que crearon el Imperio sobre el eje del Mediterráneo, no inventaron un concepto político de Europa. Sin embargo, a nuestra Península Ibérica dieron una estructura administrativa y un nombre, Hispania, que había de perdurar a través de los siglos, lo mismo que el nombre de Europa. Italia, Hispania, Galia y otras partes del Imperio romano habían de ser con el tiempo núcleo fundacional de Europa. Pero el factor de cohesión más importante heredado de aquel Imperio estaba llamado a ser el cristianismo. La Roma imperial desapareció en el siglo V, al sobrevenir las invasiones de los pueblos germánicos, pero la Roma espiritual, cabeza de la Cristiandad, sobrevivió por la primacía de pontificado romano sobre las otras Iglesias apostólicas. Algunos pueblos "bárbaros" venían cristianizados, otros lo fueron muy pronto. El asentamiento de los pueblos germánicos sobre el antiguo Imperio transformó las antiguas estructuras de la sociedad romana y se aportaron nuevos contenidos étnicos, culturales y políticos, ya fuera manteniendo una cierta continuidad, como en el caso de la monarquía hispano-goda, ya creando nuevos reinos. Uno de ellos sería el de los francos galios, llamado a tener un futuro relevante. Desde mediados del siglo VII apareció en la lejana Arabia el Islam, cuya fuerza expansiva, apoyada en la "guerra santa" proclamada por Maho-ma, resultó impresionante. ¿Quién detendría a estos nuevos "bárbaros"? A principios del siglo VIII habían invadido y dominado la Hispania visigoda y, mientras se organizaban los primeros núcleos de resistencia hispana en la cordillera asturcantábrica y en el Pirineo, penetraron en el corazón de las Galias. Entonces, Carlos Martel, que era un gran reclutador de soldados, logró formar un ejército con francos, galos, hispanos, bávaros, sajones, y derrotó a las tropas del emir de Córdoba en Poitiers, en el año 732. Un cronista hispano-mozárabe llamó miles europei al conglomerado de soldados que vencieron en aquella batalla. Pero el gran valladar a la expansión islámica en Occidente fueron los reinos hispano-cristianos, empeñados durante ocho siglos en "recobrar" la España "perdida" en la batalla del Guadalete.
El papel de España en esta historia incipiente de Europa tendrá así una singular significación. Porque Europa empezaba entonces a transformar el mero concepto geográfico en un nuevo concepto histórico. Un descendiente de Carlos Martel, de nombre Carlomagno, llegó a ser rey de los francos y aliado con el Papa fue coronado emperador en Roma el año 800. Carlomagno es uno de esos personajes históricos que gozan de buena imagen en vida y también en la posteridad, porque su figura resulta grata a franceses y alemanes, que pueden incorporarla a sus respectivos patrimonios históricos. Hoy en día se atribuye en Aquisgrán la sede de su reino, el premio "europeísta" que lleva su nombre y algunos historiadores, como Henri Pirenne, le han considerado "fundador de Europa". En realidad, Carlomagno se propuso refundir a los "bárbaros" en la herencia cultural romana y cristiana, y restablecer un cierto orden político en el antiguo occidente romano, tras el desorden de las invasiones.
Ni el Imperio carolingio, ni la nueva versión del Sacro Imperio Romano Germánico de los Otones y sus continuadores (que heredaría la Casa de Habsburgo y recibió Carlos V) lograron crear una auténtica cohesión europea. La idea medieval del Imperio se limitaba a una cierta jerarquiza-ación de la Cristiandad y a un rango honorífico. Reinos y pueblos se reconocían miembros de la Christiana respublica, de la Universitas christiana. La Cristiandad, denominación que en los siglos medievales eclipsó el nombre de Europa, no fue un cuerpo visible, sino un espíritu sensible que da sentido a la Edad Media.
El soporte eclesiástico de la idea de Cristiandad fue más sólido que el Imperio y se mantuvo hasta la aparición en el siglo XV de las Iglesias nacionales, aun antes de la ruptura de la Reforma protestante. En la historia de la naciente Europa dejaron su huella las discordias entre las dos instancias universales de la Cristiandad (el Pontificado y el Imperio), así como las guerras y banderías feudales.
Hubo, en cambio, otros factores de convergencia y cohesión entre los pueblos europeos y de ellos participa la España medieval: las órdenes monásticas, las peregrinaciones y las Universidades. Los monjes de Cluny y del Cister tuvieron en España, como en otros países, no sólo un papel revitali-zador de la espiritualidad, sino también contribuyeron a la consolidación y homogeneización cultural. También las órdenes monásticas impulsaron y dieron apoyo logístico (hospederías, hospitales, vigilancia de caminos) a las peregrinaciones, que además de expresiones de piedad o penitencia, fueron modos de comunicación entre las gentes dispersas de la Cristiandad. Los estilos artísticos, el románico y el gótico, nos han dejado el mejor testimonio de las variedades locales dentro de la unidad de estilo que es propio de una plural cultura de la Cristiandad europea. Cuando a principios del siglo XIII aparecen las órdenes monásticas, el nombre de un español, nacido en Caleruega, se inscribe en la nómina de las grandes personalidades cuya obra ha influido más en los destinos de la Iglesia y de la cultura europea de todos los tiempos. Santo Domingo de Guzmán sugirió al papa Inocencio III un nuevo modelo monástico, cuyos frailes renunciarían a la posesión de bienes materiales, viviendo sólo de la limosna, para dedicarse al estudio de la teología y a la predicación, como mejores medios de combatir la herejía y procurar la evangelización de los infieles. Así nació la Orden de Predicadores, los dominicos que, junto a los franciscanos principalmente, dieron numerosos maestros a las Universidades que entonces iniciaban su andadura histórica.
La primera en el tiempo fue la Universidad de Bolonia. Ella y las de París, Salamanca y Oxford fueron calificadas por en Concilio de Vienne como las más importantes de Europa. Las Universidades fueron centros de encuentro cosmopolitas, porque maestros y discípulos viajaban sin limitación de fronteras. A ellas llegaban las más diversas fuentes del saber, y no poco se aprovechó en ellas de los trabajos de la Escuela de Traductores de Toledo, que había sido un foco de transmisión del pensamiento y el saber clásicos, recuperados por el trabajo conjunto de cristianos, musulmanes y judíos. En todas las Universidades había un mismo patrón de estudios, como es sabido, y unos mismos grados académicos. Pero las "lectiones", las "quaes-tiones" o las "disputationes" mantenían vivo el discurso intelectual y por bastante tiempo alentaron el pensamiento creador y las polémicas escolásticas, hasta que quedaron atrapadas en ellas, anquilosándose, al correr de los siglos.
Del entronque medieval de España con la Cristiandad y de las relaciones dinásticas establecidas por los Reyes Católicos se dedujo el gran protagonismo alcanzado por España en la Europa de finales del siglo XV y del siglo XVI. Carlos de Austria recibió al mismo tiempo las Coronas de España y del Imperio, una España que había formado su unidad nacional al reunirse en una sola Corona los reinos peninsulares, salvo Portugal, y que se extendía al otro lado del Océano tras los grandes descubrimientos atlánticos. Con razón el eximio rapsoda portugués Luis de Camoens, en la bella descripción poética de Europa del canto III de Os Lusíadas, podía proclamar "a nombre Espanha/como cabeca alí de toda Europa". En las ingenuas representaciones gráficas antropomórfi-cas de Europa, dibujadas en aquella época, también suele aparecer España como la cabeza del cuerpo europeo. Era el momento en que el idioma de Castilla se convertía en idioma universal, el momento en que está floreciendo el Siglo de Oro de las letras y de las artes. Era entonces cuando España hace las más grandes aportaciones a la cultura europea y universal de todos los tiempos: la defensa de la libertad y de la dignidad del hombre en la doctrina de la justificación por la fe y las obras; la incorporación de la quarta orbis pars a la geografía del mundo, acabando con el aislamiento continental de los hombres; las misiones americanas; la espiritualidad de la literatura mística, porque no sólo del pan y de la tecnología vive el hombre; y el planteamiento de los fundamentos del derecho internacional.
La ruptura interna de la Cristiandad postrenacentista derivó, por caminos opuestos, al estilo de modernidad europea y a otro modelo español, mientras Felipe II pretendía sostener políticamente el principio hegemónico de poder, a la vista del Imperio declinante; y sus sucesores persistieron en el empeño, haciendo gravitar sobre España "el peso de todo el mundo", como decía un contemporáneo del conde-duque de Olivares, angustiado al contemplar el esfuerzo que todo ello exigía y sus poco felices presagios. Lo cierto es que España nunca había desistido de su significación europea. En una pieza escénica alegórica de mediados del siglo XVI, de autor anónimo, y creo que todavía inédita, que lleva por título "Las bodas de España", al preguntarle Europa si el amor que dice profesarle España llegará al sacrificio, responde:
"Europa, señora mía,
especie de demasía
es tal prevención hacer,
teniendo entero poder
sobre la voluntad mía".
Casi un siglo más tarde escribió el cardenal Richelieu otra pieza alegórica semejante, con el título de "Europa" (que, por cierto, se representó en París en 1954), en la que Ibero, Germánico y Franción, que son los personajes alegóricos, se disputan también los amores de una Europa que, naturalmente, prefiere a Franción, aunque no deja de reconocer virtudes a los otros pretendientes.
Los conflictos bélicos entre príncipes cristianos, hermanos en la fe, desasosegaban a nuestro Juan Luis Vives y a todos cuantos se inspiraban en la tradición paulina del universalismo cristiano. En 1636, en el momento culminante de la guerra entre Francia y España, fray Ambrosio Bautista declara que todos formamos una sola nación "y esta es cristians: el francés que ama a Dios es mi español; el español que le enoja es mi francés". A mediados del siglo XVII, Saavedra Fajardo, inteligencia clara escudriñadora de panoramas turbios, había advertido la sinrazón de las "guerras divinales" de España, porque los motivos de sus enemigos eran puramente políticos y se inspiraban en la razón de Estado. Había que acomodarse para vivir en la realidad. Creo que Rene Bouvuer acertó a llamar a la España del siglo de Quevedo "la exiliada del presente", de aquel presente europeo.
Había que esperar a las nuevas circunstancias históricas para que la Monarquía reformadora de la nueva dinastía borbónica en España alentara el reencuentro con la Europa moderna. Era el momento de la Ilustración. El conjunto de ideas, creencias y actividades predominantes en los sectores ilustrados europeos tenían como base el ejercicio de la crítica racional sobre la herencia histórica recibida. La tradición y el principio de autoridad se ponía en tela de juicio. De esta actitud participaron los ilustrados españoles. Pero la siembra de ideas ilustradas tuvo en Europa diferentes resonancias. No hay un solo modelo de Ilustración. En Inglaterra, pongo por caso, no se produjo choque frontal con la Iglesia establecida ni con la Monarquía, en tanto que en Francia la ofensiva de los "filósofos" se dirigió contra esas dos instituciones.
En España, la política de reformas constituye el núcleo del "despotismo ilustrado". En muchos aspectos los ilustrados españoles sintonizaron con los de los países de nuestra vecindad histórica y geográfica. Hay connotaciones comunes. El estudio del hombre como ser social se proyecta sobre la economía y la revisión de la Historia; el abandono de la metafísica tendrá como contrapartida el interés por la física y las ciencias de la naturaleza; una nueva mentalidad utilitaria será inculcada por la educación. Jove-llanos insistía en que la reconstrucción económica de España exigía el previo desarrollo de una mentalidad moderna, y las mentalidades no cambian sólo por decreto, ni dejan de provocar resistencias. Esa España ilustrada y reformadora no siempre fue bien comprendida entre los ilustrados europeos, que retenían la imagen de una España anclada en el pasado, inquisitorial, desentendida de la ciencia moderna. De esa imagen participó nada menos que Napoleón Bonaparte, que al lanzarse en 1808 a la aventura de España, descalificaba a los españoles como "una chusma (canaille) de campesinos mandados por una chusma de curas". Pero aquellos españoles así despreciados se convirtieron de pronto en protagonistas de la historia universal, sorprendiendo al mundo con su lucha victoriosa. De ahí la nueva imagen de España en la Europa del romanticismo. El Romacero y el teatro del Siglo de Otro, las letras y las artes españolas se exportan a Europa. El genio de Goya marca un hito en la historia de la creación artística. Hasta la Constitución de Cádiz y el liberalismo español se convertían en ejemplares de exportación. La imagen idealizada de España adquiría trazos nuevos y casi siempre pintoresquistas. Los relatos de los viajeros se encargaban de revelar el cliché de que "España es diferente". Y España fue, efectivamente, diferente. Es la gran paradoja de nuestro siglo XIX. Se estrechó entonces la comunicación física, material, cultural y económica con el resto de Europa. Se imitan los modelos franceses al establecer las estructuras políticas y administrativas del Estado liberal. Las gentes cultas hablan francés, leen en francés, siguen las modas francesas, hasta el punto de que nuestro siglo XIX resulta el más afrancesado de nuestra historia. Pero la implantación del liberalismo y de la economía industrial en España no mantuvo el ritmo de éxitos conseguidos en los países avanzados de Europa. La implantación del liberalismo degeneró en guerras civiles y se rompieron los lazos políticos y económicos con los antiguos reinos de Ultramar. La escasez de capitales, la falta de espíritu empresarial, de fuentes de energía y de materias primas, la debilidad de un reducido mercado interior, nos relegaron al furgón de cola del nuevo tren de la economía europea.
Los españoles más críticos y más exigentes denostaban de la historia de España, mientras otros se aferraban a las esencias de la tradición. Fue preciso el gran revulsivo del 98 para que los españoles despertaran a la realidad, que no era ya la de los ilustrados del siglo XVIII, ni la de los románticos del XIX.
El 98 sacó a los españoles de su pasivo conformismo o de su airada pero inútil irritación. Hubo pasión y reflexión en aquel examen de conciencia colectivo. Fue la hora de los poetas de la "abominación" de España, la hora de los que miraban hacia las Exposiciones Universales entonces en boga, que proclamaban el éxito de la ciencia y de la técnica de unos pueblos europeos exaltados por el orgullo nacionalista y la expansión colonial. Por fin, el impulso regeneracionista se abre camino en nuestro siglo XX.
Los españoles se dan cuenta de que europeizarse no significa renunciar a todo lo español antiguo sino, como decía Azorín, encauzar lo genuino español en los moldes de la civilización moderna. Se coge definitivamente el pulso europeo. Florece un nuevo "medio siglo de Plata" de las letras españolas en el mundo; nuestros artistas triunfan en el escaparate universal que es París; los hombres de ciencia o de la ingeniería españoles reciben los premios internacionales más prestigiosos a la sabiduría ya la invención; el tímido espíritu empresarial español levanta cabeza y crea fuentes de riqueza. Una nueva hora de España llega cuando Europa renace después de haber sufrido la trágica autofagia de dos guerras, a las que le habían conducido los excesos del nacionalismo. Desde 1945 los europeos, temerosos de los fantasmas de su propio pasado y de las expectativas de otras amenazas exteriores, se plantean un nuevo modelo de comunidad para su reconstrucción moral y material. Por razones políticas de índole interna España no puede estar presente en los momentos fundacionales, pero un sentimiento europeista bastante extendido hará que se sume al fin a la tarea de "hacer Europa", sin dejar de pensar en España. Porque éste es uno de los tres grandes desafíos históricos que tenemos que afrontar los españoles de finales del siglo XX, junto a la construcción del Estado de las autonomías, como nueva fórmula de convivencia nacional, y la respuesta al llamamiento siempre fraternal de la América hispano hablante".

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